Capítulo 6:
“Todo lo puedo en Aquél que me conforta”:
Perderse para encontrarse en Dios
Al mismo tiempo comprende que es necesario
sostener a quien se encuentra en dificultades y ésta es una ocasión para
aumentar el deseo del amor de Dios en las personas:
“Yo
también, bajo el nombre de Misionera, debo imitar a Cristo y sus Apóstoles,
derramando sal sobre todos los corazones que me circunda y sobre todo el que se
me acerque, con las palabras y con los buenos ejemplos, tomando ocasión de todo
para edificar. Sal de la sabiduría y gracia de Dios, desciende a purificarme por
la bondad de vuestro Corazón Divino, para que pueda de verdad ayudar a los
demás a purificarse, y para que todos adquieran esa paz celestial y unión de
amor con vos, Dios mío, que vos podáis deleitaros en todos”.[1]
De esta manera, Madre Cabrini parece
escuchar la exhortación de San Pablo: “animad
a los apocados, sostened a los débiles y sed pacientes con todos” (cfr.
1Tes 5,14) convencida de que sólo en la comprensión mutua puede madurar la
confianza en Dios.
No es casualidad que Madre Cabrini
exhortara siempre a sus Misioneras a la humildad, a la sencillez, al ejercicio
de la obediencia y de la caridad, porque esta escuela bastante enérgica, abre
la puerta al abandono en Dios que es fuente de tantas consolaciones interiores
y también de tranquilidad en los sufrimientos.
Durante la Primera Guerra Mundial Madre Cabrini
insiste en sus cartas sobre su preocupación por las diversas casas del Instituto
en peligro, pero aún en estas circunstancias desea que la confianza en Dios no
disminuya. Escribe a las Hermanas para tranquilizarlas:
“No
os preocupéis, porque la Providencia que siempre me ha rodeado en miles y
diferentes dificultades, me rodeara también en estas circunstancias. Estamos en
las manos de Dios, abandonémonos en Él, que siempre nos defenderá. Yo no tengo
miedo ni por mí, ni por las demás Religiosas. Naturalmente pensaré en adoptar
las medidas necesarias, como siempre he recomendado a todas las casas, pero
después de todo, la ayuda vendrá de lo alto con toda certeza y seguridad también
en este desmesurado azote. Estad tranquilas por mí y vivid seguras”.[2]
En el exigente y difícil camino de la
santidad, en las fatigas de la evangelización, Madre Cabrini propone una forma
sencilla de abandono en Dios, de confianza en La Providencia, en la oración y
en el amor siempre vivo de la propia vocación. No descuida la ayuda que puede
venir de la Comunidad Religiosa, de las Superioras, de las hermanas que viven
la propia vocación.
De la Comunidad esperaba que la atmósfera
familiar podía ser realmente de gran ayuda:
“Estad
siempre unidas como una sola alma; sed profundamente humildes; haced porfía por
quien se baja más. Tened gran caridad entre vosotras y con todas las Hermanas,
especialmente con las más difíciles. No soportéis durante largo tiempo una cara
triste, un alma afligida, aunque sea por un asunto de su amor propio, pero
ahora, una u otra, dependiendo de las circunstancias y en pleno acuerdo, id
tras esas pobres criaturas y buscad cómo corregir el carácter desagradable
induciéndolas a humillarse y a sacrificar sus fantasías que ellas creen como
cosas reales. Esta caridad usadla siempre, y será precisamente ésta la que
inclinará a vuestro favor al Divino Corazón de Jesús”.[3]
[1] Cfr. Pensamientos y propósitos, pág. 123
[2] Cfr. Epistolario, Vol 5°, Lett. n. 1989
[3] Cfr. Epistolario, Vol 2°, Lett. n. 478
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