La Hermana Virginia
había sido una de las misioneras y a partir de este acontecimiento, quedó
amarrada para siempre con el barrio La Salada. Hizo carne el espíritu de Madre
Cabrini y su fervor por la atención a los inmigrantes, especialmente los más
pobres. Con la fuerza y el coraje apasionado, tan propio de ella, se lanzó a
dedicarse a los pobladores de La Salada, sin temor y sin cálculos previos: el
Sagrado Corazón y el espíritu de la Santa Madre eran su seguridad y la fuerza
de su impulso.
Obviamente, dedicarse
de lleno a una misión en las afueras de la Capital, tenía sus inconvenientes.
En la actualidad y con las autopistas, el tiempo de llegada es breve, pero en
aquella época, los veinticuatro kilómetros que separaban el barrio de La Salada
del centro de la Capital, y en transporte público, se hacían considerablemente
largos.
Hay que tener en
cuenta algo fundamental: ella nunca descuidó su misión original en el Colegio
Santa Rosa. Su día comenzaba, como el de toda la comunidad, a las cinco de la
mañana, con la oración y la Santa Misa. El resto de la mañana lo dedicaba a sus
clases de matemáticas, física y química y muchas veces, sin almorzar y para
ganar tiempo, salía para La Salada. La mayor parte de las veces, la acompañaban
alumnas de los cursos superiores.
Llevar adelante la
evangelización y el progreso de cada persona y cada familia del lugar la
desvelaba. Incansablemente se proponía cosas y las conseguía, y poco a poco, le
fue ganando espacio al rostro horrible que siempre presenta la miseria, y lo
fue cambiando.
En un momento, necesitando un espacio propio para las tareas más urgentes, consiguió un vagón de tren en desuso, los lugareños la ayudaron a adaptarlo y lo transformó en lugar de reunión. En distintos horarios congregaba allí a los niños para el catecismo, a las madres para darles nociones de puericultura y a los varones para capacitarlos en algún oficio, alejarlos de la bebida y siempre, acercar la Palabra de Dios.
Con el paso de los
años, en 1970, una familia de apellido Pérez, que había recibido sus enseñanzas
pero que también la había acompañado desde el principio, le cedió una parte del
terreno en el que estaba su propia vivienda. Allí, con la ayuda de las Hermanas
y de la gente del barrio, construyó una casilla de madera. Esta construcción,
relativamente precaria pero sólida en el corazón y la convicción, se transformó
en la primera escuela del lugar y recibió a chiquitos de Jardín de Infantes y a
los que estaban en condiciones de cursar los primeros grados.
Buscó y consiguió ponerse en contacto con empresas que la ayudaron financieramente y también con los aportes del Instituto, fundó la Escuela Cabrini que tuvo su primera promoción en 1978.
Y ya nada la pudo
detener. Levantó un salón de usos múltiples que los domingos era el lugar de la
celebración Eucarística y durante la semana funcionaba como taller, centro
catequístico y lugar de desarrollo de cualquier actividad que fuera útil para
el progreso del asentamiento.
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