A los quince días, en
unos diez kilómetros a la redonda, ya se veía algún cambio. Por la noche,
alumbradas por antorchas, tres veces por semana, se los invitaba al depósito
que en su primera incursión Virginia había descubierto. Ella se encargaba de
las parejas cuando algún varón se podía llegar y las preparaba para el bautismo
y el sacramento del matrimonio; la Hermana Lucía se hacía cargo de las mujeres
solas, para el bautismo y la comunión, y la aspirante se abocaba a los más
pequeños.
Los domingos por la
tarde, el sacerdote se llegaba al depósito y hablaba con los varones más
reacios pero, siempre con asombro, no se cansaba de ver los progresos que
Virginia, con su impulso y espíritu misionero, había logrado.
Terminaba el mes de
febrero y era el tiempo calculado para el regreso. Ella no estaba conforme.
Decía todo el tiempo que se podría haber llegado a mucha más gente hasta que
finalmente, decidió que se quedarían diez días más. El último fin de semana se
celebraron los bautismos colectivos, las comuniones y se oficializaron varios
matrimonios. Las Hermanas de clausura de San Pedro prepararon sándwiches,
tortas y algunos refrescos. Indescriptible ver los rostros con una sonrisa, y
la satisfacción de, a su manera, haber celebrado el encuentro con Dios. Casi
todos, por primera vez, probaron un trozo de bizcochuelo, con las manos limpias
y los pies calzados. Como excepción, las hermanas más jóvenes dejaron la
clausura y participaron de la ceremonia. Ese fue el inicio de una nueva misión
para ellas: en adelante, continuarían visitando a las familias y ayudando al
sacerdote a mantener viva la semilla de la fe.
Esta misión en
particular, realizada en 1971 puede ser contada en detalle porque la aspirante
que a pesar de las pulgas permaneció, fui yo.
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