Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús
Hna. Matilde Giovagnoli M.S.C.
Ana Cerri
"Tengo como norte lo que la Madre hizo
aún antes de ser religiosa.
Ella estaba en cualquier parte.
Veía la actualidad y actuaba.
No pedía permiso.
Era una mente abierta,
un corazón dispuesto,
un espíritu libre".
Hna. Matilde Giovagnoli M.S.C.
El comienzo
Era muy común que un sacerdote llegara
a los pueblos una vez por año a predicar una misión. Los chicos se juntaban a
escuchar las historias de los misioneros que incursionaban por países ignotos
en los que las personas no conocían a Dios. Quedaban maravillados con el coraje
de los que, sin poder siquiera comunicarse por desconocer el idioma, se
internaban en la selva o andaban por los desiertos mezclándose con las tribus
nómades y, sobre todo, embelesados con los que ofrecían su vida en el martirio,
por amor a Cristo. Las mujeres se acercaban a la parroquia al caer la tarde;
rezaban el Rosario y después, oían al predicador con santa devoción. Los
hombres eran los menos, pero se llegaban a la noche con el cansancio de días
arduos de trabajo a cuestas, y con el hechizo de las palabras del sacerdote,
iban dejando atrás las preocupaciones hasta volverse todo oídos, sentir que el
corazón, tan curtido como las manos se conmovía para terminar, finalmente,
arrodillados en el confesionario y descargar ahí sus penas, errores y sus
pesares.
Cuando Teresa tenía 17 años llegó a
Pérez, pueblo ubicado 12 kilómetros al oeste de Rosario, el Padre Enrique,
sacerdote de la Congregación de Don Orione. Ella, Teresa, con su madre y sus
hermanas mayores formaba parte del grupo de las mujeres que por la tarde llegaban
a la iglesia. Volvían a la casa con el apuro de la cena para los varones y las
palabras del predicador dando vueltas en la cabeza.
Algo más rondaba el corazón de la
muchacha, pero aún no sabía qué. El Espíritu Santo adelanta sensaciones, pero
nunca devela de golpe el plan que Dios, con el misterio de sus tiempos, tiene
preparado.
Uno de los días de la predicación era
el destinado a las confesiones generales. Teresa atravesó la distancia que
separaba su casa de la iglesia con la premura de lo desconocido y la inocencia
de lo nunca esperado. Era una muchacha simple, sencilla, ocupada en aliviar el
trabajo de su madre en las cosas de una casa con muchos hermanos para atender.
La penumbra de la parroquia le dio la intimidad suficiente para preparar su examen de conciencia primero y ponerse en la fila del confesionario después. A su turno, con la frente apoyada en la rejilla del confesionario dio vuelta su alma al sacerdote que la escuchó en silencio. Silencio que pareció eterno hubo también cuando Teresa terminó su confesión hasta que, finalmente, como una epifanía, la voz cargada de historias y de mundo, la misma voz que habían escuchado los chicos, los varones y las mujeres del pueblo en esos días, le dijo a ella, solamente a ella:
-¿No pensaste en hacerte religiosa?
No, nunca lo había pensado. Esa idea jamás había pasado por su cabeza, pero ya estaba corrido el velo.
-¡Dije que sí! Salí, crucé la estación del ferrocarril y las vías del tren saltando de la alegría porque el Padre me había dicho si quería ser religiosa. Llegué a mi casa llena de felicidad.
Empezar a vislumbrar dónde va a poner el resto de sus días, su vida entera, la colmó de una alegría distinta.
-¡Yo quería ser santa! (se ríe).
...
El mejor recuerdo de ella!!
ResponderEliminarRecién, no completo la hora, leía una parte de la biografía de Madre Cabrini, cuando buscando una ampliación de ella, dí con el testimonia de la Hna. Matilde. Mi memoria no tardó en dar con la misma repuesta de Madre Cabrini y la Hna. Matilde : salió decidida a seguir sencillamente ese consejo ( allá Mons. Serratti, aquí el Padre Enrique ).
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