En el 1990 un nutrido grupo de
colaboradores laicos de las Misioneras Cabrinianas fueron llamados a participar
en el Capítulo General (en otro tiempo exclusivamente reservado a las
Religiosas) para aquellos aspectos que concernían a la Misión.
Las Misioneras del Sagrado Corazón hacían
así converger su ideal con cuanto decía la Encíclica del mismo Papa, Christifidelis laici:
“Los
fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación
y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en
esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del
Espíritu Santo.”
Participar en el trabajo misionero no era
sin embargo lo mismo que vivir la espiritualidad, pero cuando la formación
permanente –insistentemente inculcada por el Concilio Vaticano II para los
miembros de la vida religiosa– se hizo parte integrante de la misión, los
colaboradores laicos empezaron a compartir con las Religiosas Misioneras el
carisma de Madre Cabrini acogiendo aquellos aspectos eclesiales que más se
adecuaban a su estado laical. En particular el carisma fundamentado en el amor
y en la compasión del Corazón de Jesús, proponía que el estilo misionero debía
tener una profunda dimensión de solidaridad con el sufrimiento de la humanidad,
favoreciendo sobre todo las preferencias de Jesús: los pobres, los débiles, los
pecadores y aquellos que son marginados y excluidos.
Naturalmente, el pensamiento de Madre
Cabrini no fue directamente acuñado para esta nueva forma de colaboración pero
sí lo era en esencia. Deseaba, por ejemplo, que las alumnas de magisterio que
estudiaban con las Misioneras compartieran también la espiritualidad de las
Misioneras:
“No
es preciso que les recomiende la oración; sé que rezáis bien y de corazón. Y
esto me consuela porque la oración es el arma poderosa que os debe defender y
ayudar no sólo ahora, sino en toda vuestra vida. Ella es la llave de los
tesoros celestiales, el canal por el que las gracias descienden hasta nosotras.
Mientras oréis, estaréis seguras; como dice el Beato Canisio: “Quien reza está
en el camino del cielo”. No olvidéis nunca esta coraza que os debe defender;
esta poderosa arma que os asegura la victoria. Cuando os vayan bien las cosas,
orad para que no os llenéis de la presunción que lleva tras de sí la caída.
Orad también en el fracaso y volverá la confianza que nos hace fuertes en la
fortaleza de Dios. Rogad por vosotras mismas, por las personas a vuestro
cuidado, por las que os son queridas, por la sociedad, por la Iglesia. Haced de
la oración una costumbre que, si lográis gustar la dulzura que hay en este
íntimo intercambio entre el alma y Dios, no habrá para vosotras horas de
desaliento y desesperación, ni las nubes turbarán por mucho tiempo el sereno
horizonte de vuestras almas.”
“Sin
embargo de ustedes deseo dos cosas: primero, que recen siempre con el fervor
que hasta ahora han demostrado. Dios ha puesto sólo en la mente del hombre esa
chispa divina que se llama inteligencia; el poeta, el artista, el científico,
le deben a Él el genio que les ha hecho grandes; y la Iglesia, entre otros
gloriosos títulos que da al Espíritu Santo, lo llama Espíritu de sabiduría y de
inteligencia. Conviene, pues, beber el agua del manantial; y tras haber
trabajado diligentemente con aplicación y asiduidad, recurrid al Señor y
esperad de Él memoria, inteligencia, éxito. Así hacía el famoso Cardenal
Cisneros, al que se le encontraba a menudo recostado a los pies del Crucifijo
mientras se ventilaban importantes cuestiones de Estado; y, preguntado por sus
ministros por qué obraba así, respondía: “¡Orar es gobernar!” Recen, pues, no
durante mucho tiempo si no les es posible, sino con fervor. El mundo actual que
parece retroceder a grandes pasos hacia el paganismo, a pesar de sus progresos
gigantescos en las ciencias y el comercio, ha olvidado el valor de la oración,
¡y ya casi no sabe ya lo que es! Y esto pasa porque con un sentimiento pagano,
el hombre se ha hecho un dios de sí mismo y de las criaturas y ha perdido la
noción de las relaciones y vínculos que deben existir entre él y Dios. Ese
nuestro buen Dios que, como nos dice el niño pequeño que balbuceando recita el
catecismo, creó el cielo y la tierra, ha sido casi expulsado de la creación; no
hay ya en ella sitio para Él. El hombre ha hecho de sí un ídolo, lo adora, y no
se preocupa de orar y adorar al verdadero y único Dios. ¿Qué tiene de
sorprendente el que, después de esforzarse casi sobrehumanamente, la naturaleza
débil y limitada, impotente para luchar por más tiempo o para conseguir cuanto
quiere, se abandone a la desesperación, al suicidio o al delito? La oración
hubiera evitado todo esto; la plegaria habría subido al cielo como incienso y
habría hecho descender un copioso rocío de gracias que habrían restaurado el
alma extraviada, devolviéndole la esperanza y la calma.
He
aquí lo segundo que deseo para ustedes: ¡Estén tranquilas! Pongan su confianza
en Dios, lo cual no es presunción, porque han estudiado durante el año como
hijas valientes, esperen tranquilamente los exámenes sin alarmarse, sin
agitarse. Estudien con calma, confíen en su Madre, María Inmaculada y todo irá
bien. ¡Quien en ella espera no será nunca confundido!”