Capítulo 2:
“Liberaos y alzad el vuelo”
En el misterio de Dios
También la virtud de la caridad
es parte de la dinámica del desapego:
“... el amor a Dios aumentará en vosotras y
seréis un vasto incendio cuanto más despeguéis vuestro corazón y lo mantengáis
suelto de todas las creaturas. El amor al prójimo, que es un rayo de la Divina
Misericordia, lo poseeréis vosotras realmente cuando no exigiréis la calidad
para vosotras, porque entonces vuestro amor será desinteresado y de la misma
naturaleza de la que el querido Jesús tiene por vosotras”.[1]
El amor pone alas en los pies:
“Calentaos en el amor del corazón Santísimo
de Jesús y, quién se sienta más árida, busque humillarse más, porque así se
levantará de la tierra al cielo en el espíritu y allí encontrará la verdadera
llama de amor digna de una buena religiosa”.[2]
En la caridad se pueden entender
y desarrollar los votos de Castidad y Pobreza. En efecto, ¿qué otra cosa que el
“desapego” de las ataduras desordenadas puede favorecer la donación
incondicional a Dios? Castidad y Pobreza son precisamente expresiones de la
libertad de espíritu de quien ha encontrado “la perla preciosa” (Cfr. Mt
13,46) y vende todo para poseerla:
“La perfección es un tesoro que se compra
vendiéndolo todo”.[3]
Dios no es un sustituto de las
muchas necesidades de nuestra naturaleza, sino que es un amor absoluto que da a
cada uno una nueva capacidad de amar y de dedicación a los demás como único
gran amor de su vida:
“Sin esfuerzo alguno custodiará su lirio
aquella que, habiendo ordenado todos los afectos de su corazón, con el desapego
de sí misma y de las creaturas, los han transformado en ángeles que vuelan, que
vuelan continuamente desde ella al Creador por una mística escalera como la de
Jacob, de la cual descienden siempre correspondidos y colmados nuestros afectos
de Aquél que es todo nuestro bien y en ellos verdaderamente se complace”.[4]
Ciertamente cuando Dios atrae
hacia sí a las personas, las hace crecer en el amor y las educa continuamente
en su escuela.
El Papa Benedicto XVI expresa así
la fuerza del amor que motiva cada aspecto de la vida cristiana:
“Si un hombre lleva en sí un gran amor, este
amor le da casi alas, y soporta más fácilmente todas las molestias de la vida,
porque lleva en sí esta gran luz; ésta es la fe: ser amado por Dios en Cristo
Jesús. Este dejarse amar es la luz que ayuda a llevar las cargas de cada día.
La santidad no es obra nuestra, muy difícil, más lo propio nuestro es sólo esta
“apertura”: abrir las ventanas de nuestra alma para que la luz de Dios pueda
entrar, no olvidar a Dios porque precisamente en la apertura a la luz se halla
la fuerza, se halla la fuerza de los creyentes”. (catequesis del 16 de febrero
de 2011)
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