Una de esas
"expediciones" fue a San Pedro, poblado de la provincia de Misiones
extremadamente pequeño, pero con muchas familias viviendo en chozas precarias
desparramadas por la frondosa selva misionera. El sacerdote del lugar buscó a
la Hermana Virginia, a la Hermana Lucía Andreoli y a dos aspirantes en la
estación de tren de Posadas, ciudad capital de esa provincia. Llegaron después
de dos largos días con sus noches de viajar en coches de segunda, con asientos
de madera. La única que no estaba exhausta era Virginia. Hubo que dejar las
bolsas destinadas a la ayuda en la estación, porque el sacerdote tenía un Fiat
600 en el que, con dificultad, apenas entraban las pasajeras. Lo que quedaba de
camino para llegar al pueblo eran cinco horas, cosa que por la lluvia y la
tierra arcillosa y colorada, se transformó en casi 8 horas más. Llegadas, el
sacerdote le había pedido a una comunidad de hermanas de clausura que recibiera
a las misioneras. Allí comieron y casi ya caída la noche, fueron llevadas a lo
que sería la casa durante el mes de estadía. El habitáculo destinado había
servido de casilla para perros, con paredes y piso de tablones separados, elevado
sobre pilotes y en medio de una plantación de bananos. Cuatro catres sin
colchón y sin ropa de cama no invitaban para nada al descanso, más aún porque
la amplitud térmica en esa zona, es considerable. De día puede alcanzar con
facilidad los 30 grados y por la noche, puede estar por debajo de los 10. Así
fue que con el escaso abrigo que llevaban, no Virginia, que seguía firme con su
hábito y su camisa, se acostaron vestidas a la escasa luz de dos velas. Nadie
pudo descansar. Las pulgas que habían dejado los perros, que ahora dormían
entre los pilotes debajo de la casilla, hicieron de las suyas y se dieron un
festín. Al alba ya estaban en pie porque no se aguantaba más. Ni agua, ni
desayuno ni nada. La Hermana Lucía y las dos aspirantes recurrieron a las hermanas
de clausura en busca de un baño, algo caliente y algún medicamento que aliviara
la picazón que las mordeduras de las pulgas habían dejado en todo el cuerpo.
Virginia ni lo pensó. Se internó en un sendero estrecho que se perdía en la
plantación y desapareció con el único bolso con algo de ropa para repartir que
había conseguido traer con ella. El resto de la jornada ocupó a las otras tres
en hacer una limpieza más o menos considerable en la casilla, armar afuera un
pequeño horno para hacer fuego y conseguir algo para la cena. Virginia volvió
eufórica, como si nunca hubiera hecho semejante viaje y como si hubiera
descansado toda la noche. Ya había encontrado a varias familias y un lugar de
acopio de bananas, hecho con hojas de las plantas y algunos postes, donde
reuniría a la gente para prepararlos a los sacramentos. No paró de contar la
alegría con la que la recibieron y al día siguiente, se fue a la ruta y a dedo,
en un camión, volvió a Posadas a buscar todo lo que había quedado en la
estación de tren. Regresó, en otro camión, al día siguiente y no se supo cómo,
pero ya había conseguido quien le acarreara los bultos hasta la casilla. Las
que habían quedado se preocuparon por poner papeles en las paredes para que no
entrara aire ni frío. Las hermanas de clausura proveyeron algunas frazadas y el
sacerdote prestó dos ollas y un jarro en los que se cocinaría y se prepararía
el desayuno. Nada de todo eso era preocupación de Virginia que, ni bien
llegada, partió otra vez internándose entre los bananeros. La Hermana Lucía y
una de las postulantes se lanzaron a la misión recién al cuarto día. La otra
aspirante se ofreció a quedarse para tener preparada la comida y seguir
acondicionando de alguna manera la vivienda y organizar afuera, un lugar para
higienizarse. La verdad era que la muchacha había sido brutalmente atacada por
las pulgas, que a pesar de la limpieza precaria que se pudo hacer, las ramas de
paraíso puestas en el piso y el kerosene con el que se había empapado la
madera, siguieron molestando. Sin contar los mosquitos que, durante el día, no
dejaban en paz. La cuestión terminó en que la aspirante, al sexto día, y ya con
una infección en una pierna por rascarse las picaduras, decidió que de ninguna
manera quería quedarse. Así fue que la Hermana Virginia y la aspirante salieron
a la ruta y, otra vez con un camión, se fueron a Posadas donde la muchacha tomó
el tren de regreso a Buenos Aires mientras que Virginia, no se supo nunca cómo,
regresó al día siguiente con una provisión de alimentos y algunos remedios para
calmar el escozor de las picaduras.
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