A volar
Por ese motivo, quise tomar para esta breve reflexión, el estribillo de
la canción que compuso la Hna. Gabriela Aravel: “Ponte
alas y a volar”.
A pesar de su brevedad, posee una concentración temática realmente
notable.
Dice así...
Ponte alas y a volar
que allí está tu libertad,
ponte alas, vuela alto
que la vida espera ya.
Ponte alas y a volar
que allí está tu libertad
ponte alas, vuela alto
y sin miedo a planear:
Con sueños, viviendo con otros
en marcha, unidos a vos.
La frase de Madre Cabrini –traducida al español de varias maneras–
aparece en una carta escrita el 18 de abril de 1890 durante su segundo viaje a
Nueva York, donde aconsejaba a sus Hermanas a liberarse de aquellos afectos que
pudieran estar interfiriendo en su total consagración al Corazón de Jesús.
Liberarse, extender las alas –o ponérselas–, volar, son imágenes
simbólicas que podemos interpretar de distintas formas, entre ellas, como
aquello que el ser humano tiene como máxima realización, como posibilidad de
romper los límites, de ir más allá, de trascender. Volar está simbólicamente
asociado al cielo, lugar mítico de los dioses y de la vida eterna o
bienaventurada.
Este deseo de trascendencia, inscrito en lo más profundo del ser humano,
para nosotros los cristianos, está directamente relacionado con la acción de
Dios en nuestra vida y en la historia. Creemos, en concreto, que Dios intervino
definitivamente en Jesucristo para realizar eso que llamamos “la salvación”.
Habitualmente entendemos que accedemos a esa salvación en la medida en
que estamos en comunión con Dios, de hecho, describimos la vida cristiana como
la identificación con la persona y el proyecto de Jesús. Esta identificación,
se daría, principalmente, por la mediación de los sacramentos, ya que, a través
de ellos –decimos– Dios nos “da” su gracia, es decir, nos transforma,
haciéndonos partícipes de su vida divina.
San Pablo en 2Cor 5,17 dice:
“El que vive en Cristo es una nueva criatura:
lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente”.
Sin negar esto, creo que hay otra forma, tal vez más profunda, de
entender este don de Dios, esta invitación a participar de su vida divina, esta
“nueva criatura”, de la que habla
Pablo, y es tomar este don, no como algo que Dios “da” a través de algunos
ritos, sino como algo constitutivo del ser humano creado por Dios. Lo digo de
otra manera con un ejemplo: no es que Dios elige a algunos para que sean sus
hijos (esos que recibieron el bautismo), sino que crea a todos los seres
humanos como hijos suyos, ¿acaso no dice la Palabra de Dios que fue creado a su
imagen, como varón y mujer? (Cfr. Gn 1,27). De este modo, los sacramentos dejan
de aparecer como unos “ritos mágicos”, para ser, en la comunidad de la Iglesia,
los “signos sensibles y eficaces de la gracia de Dios…” (Cfr. CCE 1131), gracia
que comunicó al ser humano –a todo ser humano–, desde el origen.
La teología bíblica va en este mismo sentido. Dios es el que siempre
toma la iniciativa, por eso, la respuesta más auténtica para con Él, es la
alabanza y la acción de gracias. Cuando soy capaz de descubrir la obra de Dios,
no me queda nada por pedir, como María en el Magníficat, que proclama la
grandeza del Señor por las maravillas que obró en ella y en su pueblo (Cfr. Lc
1,46-55).
“Ponerme alas y volar” podría ser, entonces, reconocer mi verdad más
profunda: ¡soy hijo de Dios! Es más, Dios me ha dicho desde el seno materno: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo
puesta toda mi predilección” (Mc 1,11). Se lo dijo a su Hijo, Jesús, y en
Él, nos lo dijo a todos…
El problema es que no siempre esto lo tenemos tan claro y es “la tarea”
de la vida el descubrirlo y experimentarlo. Soy consciente de que no estamos
diciendo nada nuevo… en el siglo VI a.C., en el frontispicio del templo de
Apolo en Delfos, ya estaba escrito el famoso “Conócete a ti mismo”.
Reconocer que soy –que somos– el hijo de Dios, representa y contiene,
además, la respuesta a nuestro triple interrogante existencial: en primer lugar
responde directamente al “quién soy”: el hijo de Dios; en segundo lugar
responde al “por qué soy”: porque Dios me quiso y en tercer lugar, responde al
“para qué soy”: para amar, que es nuestra capacidad de trascendencia, lo que
nos hace semejantes a Dios… [“de tal palo, tal astilla”].
San Pablo, en Rom 8,14-17 dice:
“Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en
el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios
¡Abba!, es decir, ¡Padre! El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos,
herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser
glorificados con él”.
Y Jesús dice también:
“Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis
discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8,31-32).
Por último, Pablo, en 2Cor 3,17 agrega:
“Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor,
allí está la libertad”.
La conclusión de estos tres textos es clara: es en y por el Espíritu que
podemos reconocer y experimentar la filiación divina, nuestra verdad más
profunda, y esa es la verdad que nos hace libres, porque donde está el
Espíritu, está la libertad…
Justamente eso es lo que indica el segundo verso del estribillo…
que allí está tu
libertad…
Saber quién soy, conocer mi identidad, es la condición necesaria para
ser libre.
[Se abre aquí un camino de reflexión maravilloso que en algún momento
tendríamos que animarnos a recorrer: no necesariamente lo que creo de mí es mi
verdad, mucho menos lo que los otros creen y dicen de mí; parece ser que lo más
sabio es escuchar qué dice Dios –después de todo, Él es el que me hizo–, dejar
que el Espíritu sea el que me enseñe, me inspire, me guíe…]
Y así estamos invitados a andar: “libres como los pájaros”:
“Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer,
ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida
que la comida y el cuerpo más que el vestido?
Miren los pájaros del cielo:
ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre
que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?
Busquen primero el Reino y su
justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,25-26.33)
Del mismo modo que el volar está asociado naturalmente con la libertad,
el “volar alto” lo está con los grandes ideales…
El amor es el que nos da –o nos hace desplegar– las alas para volar
alto, es nuestra capacidad de trascendencia, como decíamos antes, porque es lo
que no tiene límite, es el Espíritu en nosotros, lo divino de lo humano. Dice
Pablo:
“El amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom
5,5).
Y el poeta Silvio Rodríguez, desde otra perspectiva, canta:
Sólo el amor alumbra lo que
perdura.
Sólo el amor convierte en
milagro el barro.
Sólo el amor engendra la
maravilla.
Sólo el amor consigue encender
lo muerto.
Esto lo descubrió, y muy profundamente, Madre Cabrini, que en el Sagrado
Corazón de Jesús se sintió engendrada y amada por el que “convirtió en milagro su barro”. De allí tomó la fuerza para volar y
volar alto, ya que “todo lo podía en
Aquél que la confortaba” (Cfr. Flp 4,13).
El cuarto verso concluye…
que la vida espera ya…
¿A qué vida se refiere? [habría que preguntarle a Gabriela…]. Yo creo
que se refiere a la vida verdadera.
El autor del evangelio de Juan plantea algo parecido. Para él, vivimos
como dos vidas al mismo tiempo; una tiene que ver con lo que nos hermana con
todos los seres vivos y otra es la que llamamos la “vida de la gracia”, la vida
divina, la que Dios nos participa por ser sus hijos, la que descubrimos por la
fe…
“Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna” (Jn 6,47).
Notemos que no dice: “el que cree, tendrá vida eterna”, no, lo dice en
presente; por la fe, ya estamos viviendo ahora la vida eterna. Y esa es la vida
que nos está esperando, sí, que está esperando que nos demos cuenta que la tenemos
ahí, para vivirla, una vida que está en potencia, latente, escondida, replegada
y tenemos que ponerla en acto, hacerla patente, descubrirla y desplegarla como
las alas…
Luego, el estribillo repite lo mismo, excepto en el último verso:
y sin miedo a planear…
Planear es lo que hacen los pájaros sin mover las alas, aprovechando su
natural aerodinámica y las corrientes del aire.
Los “planeadores”, están hechos según el modelo de las aves. Tienen
enormes alas, son muy livianos y son remolcados por un avión, que a la altura
precisa, los deja libres.
Dicen, los que han tenido la experiencia, que lo que se siente es
maravilloso, sobre todo por la serenidad y el silencio, la sensación de flotar
en el aire, sin propulsión, sólo dejándose llevar, sólo disfrutando…
La imagen no puede ser más perfecta. Como dijimos más arriba, podemos
volar y volar alto, porque creemos que somos hijos de Dios, porque en Él está
nuestra fuerza y nuestro refugio (Cfr. Sal 91), porque…
“Sólo en Dios descansa mi alma,
de él me viene la salvación.
Sólo él es mi Roca salvadora;
él es mi baluarte: nunca vacilaré” (Sal
62,2-3).
Podemos planear, justamente, porque no tenemos miedo, y no tenemos miedo
porque...
“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en
él.
Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios
permanece en él...
En el amor no hay lugar para el temor: al contrario, el amor perfecto
elimina el temor, porque el temor supone un castigo, y el que teme no ha
llegado a la plenitud del amor.
Nosotros amamos porque Dios nos amó primero” (1Jn 4,16-19).
El salmista, en el Antiguo Testamento, también cantaba:
“El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?” (Sal
27,1).
Dios, nuestro Padre/Madre, nos dice con ternura:
“No temas, porque yo estoy contigo, no te inquietes, porque yo soy tu
Dios;
yo te fortalezco y te ayudo, yo te sostengo con mi mano...” (Is 41,10).
Por eso:
“... los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas,
despliegan alas como las águilas;
corren y no se agotan, avanzan y no se fatigan” (Is 40,31).
***
Como se imaginarán, podríamos seguir y seguir… pero con el fin de que no
se haga tan largo (al principio hablé de “breve reflexión”), al menos por
ahora, me detengo aquí.
Los temas están apenas esbozados. Espero que esto les sirva como un
empujón inicial (¿como el del avión con el planeador?), para que cada uno siga luego
su propio camino…
***
Antes de despedirnos…
Nos quedan todavía los dos últimos versos, que contienen cuatro nociones
fundamentales de la experiencia cristiana. Me limito, simplemente, a nombrarlas,
para que no nos quede incompleto el estribillo (tal vez sean los temas de un
posible próximo aporte):
Con sueños, remite a la esperanza;
viviendo con otros, a la dimensión comunitaria;
en marcha, al camino del discipulado y
unidos a vos, que explicita lo que estaba implícito
desde el principio: la identidad cristiana.
***
Para los que quieran seguir profundizando en esta línea, les recomiendo
dos textos que están disponibles en la carpeta “Material” del blog.
En primer lugar, obviamente, el excelente texto de la Hna. María
Barbagallo: “Liberaos y alzad el vuelo” y en segundo lugar, un texto que escribí hace unos años, justamente, en
relación con el lema del XIV Capítulo General: “No teman”.
Hasta el próximo encuentro…
Pablo Cicutti
Buenos Aires, Argentina
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