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Los padres de Teresa e Inés eran
hermanos, profundamente devotos y, sobre todo, amigos. Los dos eran cabeza de
familia numerosa. Nueve hijos tenían José y Rosa. Rosa, la madre, era de
ascendencia austríaca y su formación no era tan religiosa como la de José, pero
respetaba y mucho las creencias de su marido y de sus hijos.
Ya seguro de la opción de vida de
Teresa, el padre quiso una foto familiar, así que llamó a un profesional,
reunió a sus hijos y quedó estampado el recuerdo.
Matilde es la segunda a la derecha; Luján la tercera a la izquierda |
Después de un tiempo prudencial, el primer viernes, 9 de noviembre de 1946, Teresa ingresó al Instituto de las Misioneras del Sagrado Corazón. No sabía mucho de la vida consagrada ni del carisma que regiría el resto de sus días. Su propósito era uno, único y exclusivo, y así lo cuenta:
-Yo quería ser santa y sabía que, para eso, debía ser una monja ejemplar, cosa que solamente podía lograr con el cumplimiento estricto de las Reglas.
Era tiempo de Adviento. El primer domingo de este tiempo litúrgico las Hermanas estaban escribiendo sus propósitos, cada una en intimidad con el Señor. Cerca de mediodía, Teresa ‘sustrajo’ el libro de las Santas Reglas de la biblioteca de la comunidad y se escondió en su cama, al cobijo de las cortinas que en ese entonces las rodeaban. No hacía más de quince días que estaba en la Comunidad, pero tenía que indagar en las Reglas, descubrir qué había que hacer para lograr la santidad. Así fue que desapareció por más de dos horas. Las Hermanas, ya preocupadas, la buscaron por todas partes y ella, según sus propias palabras:
"Estaba devorándome las Reglas. Lo que tengo que conocer a fondo son las Reglas y para eso estoy acá, en el convento, para conocer lo que me ayudará a ser santa".
"Si quieren alcanzar la santidad, queridísimas hijas, deben considerar en mucho las Santas Reglas (...) En ningún otro lado, sino en las Santas Reglas está contenido todo lo necesario para alcanzar la perfección". (Cfr. Viajes, de Londres a Nueva York, agosto de 1902, pág.485-488).
¡Claro! Era el mismísimo consejo de
la Santa Madre y leyendo, más bien intuyendo, porque estaban escritas en
italiano, encontró la piedra del escándalo. Se dio cuenta de que las Hermanas ‘no
estaban cumpliendo estrictamente’ los puntos que debían observarse en el tiempo
de Adviento.
Se ríe Matilde mientras recuerda este episodio que la muestra totalmente legalista:
"¡Ay! ¡Lo que hay que observar para esta fecha las monjas no lo están cumpliendo!"
Es que durante el Adviento no se podían recibir visitas de familiares y parece que ese domingo, algunos padres habían llegado a ver a sus hijas. Fue como si un pichón detectara imperfecciones en el vuelo de la bandada; como si buscara descubrir la infracción. Pero el Espíritu es fuego, y el fuego doblega hasta lo más rígido y lo vuelve flexible; tan maleable deja lo que toca que le da la libertad de tomar las formas más variadas y a veces, las más inverosímiles. El Espíritu te lleva a Damasco, te tumba del caballo, te deja ciego, te hace entablar luchas interiores tan terribles que se sienten como "espinas clavadas en la carne" (Cfr.2 Cor. 12,7) y finalmente, te hace tomar ese mismo fuego que es el que Jesús vino a traer al mundo, y te impulsa a extenderlo para que se expanda en la tierra de misión y:
"Se le restituya al hombre su
dignidad de persona y de hijo de Dios" (Cfr.
Constituciones, Misión, 15, pág. 51).
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