Entre
dos mundos
Al caer la tarde, y
muchas veces ya con la noche encima, sobre todo en invierno, Virginia emprendía
el regreso a la comunidad. El trayecto en el colectivo la ayudaba a despuntar
un sueño; dormitaba. Al llegar compartía con las hermanas las experiencias del
día y después de la cena, cuando todas se reunían en el laboriero para la
recreación antes de Completas, ella llevaba sus papeles del colegio. Corregía
pruebas y preparaba las clases para la mañana siguiente. Cuando después de las
oraciones las demás hermanas se retiraban, ella seguía hasta completar todo lo
necesario.
A medida que los años fueron pasando, se fue haciendo más evidente que junto con su compromiso, llegaba también el cansancio físico y por qué no, psíquico. Era evidente que el esfuerzo de pasar día a día de una realidad tan cruda a otra, la agobiaba y a veces, la revelaba. Ser testigo del hambre, el frío, las carencias; sentir en su corazón cómo se acumulaban las urgencias a resolver para que su gente no padeciera al extremo y entrar luego a la serenidad del claustro era, indudablemente, un choque de realidades tan diversas que le provocaban una cierta violencia interior que solamente conseguía controlar con mucho esfuerzo.
La realidad de la calle era muy otra y ella, que recorría todos los días por horas esos ámbitos, la conocía de primera mano.