Hna. María Barbagallo, Liberaos y alzad el vuelo
Codogno 2018
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Capítulo 7:
María Santísima “Madre y Maestra”:
Una escuela de feminidad
Madre Cabrini sin teorizar demasiado sobre
el aspecto antropológico y teológico, ve a María como Maestra y Modelo de la
Misionera y, por consiguiente, es en la imitación de la virtud de María Virgen
la plena realización de la feminidad que cada mujer recibe como don y esta es
la vocación de la Misionera del Sagrado Corazón. Los componentes fundamentales
de este diseño son:
·
La
adhesión y colaboración al proyecto de Dios a través de la maduración en la fe.
·
La
apertura al Espíritu y a las necesidades de la humanidad sufriente.
·
La
interiorización de las cualidades humanas, netamente femeninas, que hacen de
María Santísima la mujer redimida que realiza plenamente el plan de salvación.
María Santísima es una discípula de
Jesucristo y como tal debe ser imitada:
“María
entró en todos los misterios del Divino Redentor; con Él debía compartir la
gloria, los gozos, los dolores. Ella es la Virgen singular, la Mujer
corredentora del género humano, la verdadera Madre de los vivientes. Todo en
María es grande, providencial; la misión de María en el mundo tiene un carácter
muy particular; ella viene al mundo como un sol resplandeciente; su luz es
inmensa, sus esplendores celestiales, su belleza divina. ¡De cuántas gracias
aparece llena sobre la tierra nuestra Madre, que en el primer instante de su
existencia fue abundantemente colmada por el amantísimo Dios! María desde el
primer instante fue gigante en gracia y perfección, y creciendo cada día más y
elevándose en lo alto como varita prodigiosa de incienso, ¡cuántos ejemplos nos
ha dejado! Si imitáramos a ese sublime modelo, a ese águila real siempre fija
en Dios ¡qué suerte la nuestra! Seremos verdaderas religiosas, óptimas
Misioneras del Divino Corazón.”[1]
La mujer para Madre es esta reina que el
cristianismo ha hecho libre y que ella misma con sus Religiosas ha tratado de
lograr en lo concreto de la vida misionera:
“…
qué agradecidas tenemos que estar al cristianismo que ha elevado el destino de
la mujer, devolviéndole sus derechos, desconocidos en las naciones antiguas.
Hasta que María Inmaculada, la mujer por excelencia, celebrada por los
Profetas, suspirada por los patriarcas, por las gentes, aurora del Sol de
justicia, no apareció sobre la tierra ¿qué era la mujer? Pero nació María, esta
nueva Eva, verdadera Madre de los vivientes, elegida por Dios para ser corredentora
del género humano, y he aquí una nueva era que surge para la mujer, ya no
esclava, sino igual al hombre, ya no sierva, sino ama y señora entre los muros
domésticos, no ya objeto de desprecio y de diversión, sino elevada a la
dignidad que le conviene, como madre y educadora y en cuyo regazo se forman las
generaciones.”[2]
Es frecuente en Madre Cabrini hablar de
“reinas”:
“Vosotras
sois las afortunadas Esposas de Jesús, y por esto habéis sido hechas reinas de
todos los tesoros del Esposo. Sed pues reinas tutelando los derechos del Reino
de vuestro "Rey y Señor.”[3]
E insiste:
“Las
vírgenes son las esposas elegidas del Rey, por eso son también reinas que se
sientan en la predilección y en el ministerio de paz. Si son reinas deben, por
tanto, tener un pueblo sobre el que ejercer la celestial misión de paz.”[4]
La modestia, la serenidad, la diligencia en
el propio deber, la rapidez en el servicio a los demás, la intuición pronta e
inteligente, no son más que la expresión de una “compostura” capaz de expresar
la belleza femenina que acoge, conforta, intuye, comprende y emprende
iniciativas, movida por el deseo de mostrar el rostro materno de Dios:
“Sin
embargo, hijas queridas, si queréis honrar digna e íntimamente a María
Inmaculada y estar seguras de ser verdaderamente sus devotas, tenéis la
obligación de imitar sus preclaras virtudes, lo más que sea posible a una
creatura humana.
Yo
quisiera que, contemplando vuestra Estrella Matutina, María Santísima, fueseis
otro tanto inmaculadas. Pues bien, hijas, no dejéis nada con tal de acercaros a
su imitación, seguras de que cualquier esfuerzo os será bien pagado. Fijad la
mirada interior sobre la bella Inmaculada y, si todavía os parece no veros en
ella por la cantidad de vanas e inútiles imaginaciones que os ofuscan la mente,
escucha a San Anselmo que dice que María Santísima era dócil, hablaba poco,
siempre estaba dispuesta, nunca se la vio reír y nunca se la vio turbarse.
Perseveraba en la oración, en la lectura de las Sagradas Escrituras, en la
mortificación y en toda obra virtuosa. San Ambrosio dice que su gesto no era
flojo, su andar no afectado, su voz no era petulante; la compostura de su
persona demostraba la belleza y la armonía de su interior. Era un espectáculo
maravilloso verla con qué humildad, prontitud y diligencia desempeñaba los
quehaceres domésticos, cómo atendía a todos con gran interés, pero siempre con
suma tranquilidad y dulce paz.
Su
frente estaba siempre serena y una modestia, más celeste que terrena, se
trasparentaba en todos sus movimientos. Era parca en palabras y al mismo tiempo
digna, prudente y pudorosa. En María Inmaculada todo estaba bien regulado.”[5]
[1] Cfr. Entre una y otra ola, pág. 444-445
[2] Cfr. Entre una y otra ola, pág. 520
[3] Cfr. Entre una y otra ola, pág. 410
[4] Cfr. Entre una y otra ola, pág. 160
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