Las jornadas
empezaban muy temprano y cada vez, el peregrinaje a través la selva misionera
que en esa zona es la más espesa de la provincia, era más dificultoso. La
marcha se hacía larga buscando en los rincones más perdidos, una choza y otra,
con mujeres desnutridas, cargadas de chicos desnudos y barrigones que jugaban a
su modo en los patios de tierra colorada, a merced de animales e insectos
peligrosos. De vez en cuando, aparecía un lugar que había sido desmontado en el
que se había sembrado algo de tabaco, yerba mate o mandioca. En esos parajes,
el cultivo pequeño hecho por las familias era considerado ilegal y los
latifundistas arrasaban con frecuencia lo que ellos, con tanto sacrificio y con
el trabajo de mujeres y chicos, habían conseguido sembrar.
Antes de darles la
ropa que llevaba, reunían a la familia. Los varones nunca estaban porque eran
llevados por semanas o meses a las cosechas. Una vez establecida la confianza
con las mujeres, las llevaban hasta el arroyo más cercano y con jabón y cepillo
adquiridos en el almacén de San Pedro, les fueron enseñando la importancia de
la limpieza, el filtrado del agua, el lavado de las frutas antes de comerlas y
todas esas cosas elementales que ellas desconocían. La mayor parte de estas
mujeres hablaban solamente guaraní y alguna que otra palabra en castellano, por
lo que la comunicación no siempre era fácil. Pero eso no era todo. La llamada
mosca braquícera dejaba sus larvas bajo la piel de los chicos y las infecciones
y los gusanos abundaban en sus cuerpecitos. Ahí estaban las tres, bañándolos,
sacándoles los gusanos y hablándoles del amor de Dios. El sacerdote proveyó de
desinfectantes, gasas y algunas pinzas pequeñas para dejar las heridas libres
de larvas.
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