Capítulo 5:
El "celo devorador":
Todo a la Mayor Gloria del Corazón SS. de Jesús
El
celo devorador tiene otras expresiones importantes: además de la oración, el
culto a la Eucaristía. Al inicio del mes de junio de 1895, Madre Cabrini se
encuentra de viaje de New Orleans a Panamá. El mes dedicado al Sagrado Corazón
le inspira espléndidas reflexiones que aclaran todavía mejor su ímpetu
misionero y el celo por la salvación de las almas que ella siente:
“Este
es el mes del amor y el amor nos debe transformar completamente. Pero ¿cuáles
son los medios necesarios para obtener esta feliz transformación? Lo primero es
acercarse con espíritu de humildad y confianza al Sagrado Corazón de Jesús; en
segundo lugar dejar obrar en nosotros su gracia, siguiendo sus impulsos con
fidelidad y constancia. En la oración y en el impulso de nuestra alma, el buen
Jesús, por la bondad de su Divino Corazón, nos iluminará repetidamente para que
podamos reconocer nuestras fealdades y miserias, y no debemos huir asustadas
por el conocimiento de nosotras mismas, sino que con humildad rogaremos a Jesús
que se digne librarnos de nuestras miserias. No nos desanimemos por vernos tan
lejos de la perfección del santo Amor, porque Jesús, que desea comunicárnoslo,
también está dispuesto a ayudarnos en nuestro esfuerzo. Le basta con que
recurramos a Él con sincera voluntad de corresponder a su gracia y nos
confiemos totalmente a su amor.”[1]
Sobre
la oración han sido ya aportadas algunas referencias y, como se ha dicho, la
oración era el alma de la actividad apostólica de Madre Cabrini. No se trataba
de rezar algunas horas al día, sino de “hacer siempre todo con Jesús”. En el
espíritu de San Pablo: “Y todo lo que de palabra y obra realicéis, sea todo en
el nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él” (Col 3,17). Con
la oración, la misionera llega mucho más lejos que con el pensamiento y la
obra:
“La
oración es la misteriosa escalera de Jacob, que desde la tierra se eleva al
cielo y por la cual ascienden y descienden los ángeles elegidos para
asistirnos; transmiten a Dios nuestros votos, gemidos y suspiros, descendiendo
después de aquel trono altísimo con resultados de gracia y misericordia para
nosotros. Sí, la oración abre los cielos, cierra el infierno, abre las cárceles
del purgatorio, abre los tesoros celestiales, detiene la indignación de Dios,
calma su cólera, lo vuelve bondadoso y clemente con sus creaturas. La oración
atrae hacia la tierra las celestiales bendiciones, cambia la suerte humana,
hace felices y prósperas las naciones y sostiene a las familias Religiosas. Con
la oración, la Misionera del Sagrado Corazón puede hacer el bien a todos y
cumplir fielmente su misión… Sus riquezas no tienen número, sus gemas son
inestimables, sus margaritas son brillantísimas; recogedlas todas y que ninguna
se os caiga jamás de las manos: sabed atesorarlas.”[2]
La
oración por excelencia en este estilo de espiritualidad, se expresa en la
celebración eucarística y en la adoración al Santísimo Sacramento que son los
pilares sobre los que se fundamenta la oración cabriniana. De esto se deduce
que Madre Cabrini recibía el verdadero alimento de su espíritu misionero en la
Eucaristía:
“En
el secreto de los Santos Tabernáculos, el amoroso Corazón de Jesús está
observando todas nuestras necesidades y para ayudarnos no espera otra cosa que
vernos a sus pies muy confiadas para unir nuestras plegarias a las suyas.”[3]
En
estos coloquios eucarísticos se encuentra la síntesis cabriniana:
acción-contemplación, oración-vida, pasión por Dios y pasión por la humanidad.
La actividad apostólica no es una simple carrera para hacer el bien sostenida
por la satisfacción del corazón, es un empeño estresante, cargado de
contradicciones y de desilusiones. El encuentro con Jesús eucarístico es un
verdadero consuelo para quien tiene fe, porque se sumerge en el misterio de
Dios que adorado en sí mismo y en la propia interioridad, se hace real en el
misterio eucarístico:
“Corramos,
hijas, corramos a menudo al Tabernáculo, como el ciervo sediento corre a la
fuente de aguas vivas. Mientras vivamos en este destierro, lejos de la patria
celestial, no nos demos paz si no nos estrechamos al Corazón de aquel que
amamos ardientemente, como verdaderas Esposas y Misioneras de su divino
Corazón. Vayamos siempre al divino Corazón, pensemos en Él, corramos hacia Él,
suspiremos por Él únicamente y siempre, porque la vehemencia del amor de Jesús
por nosotras, los prodigios de invención de su amante Corazón para con
nosotras, son algo maravilloso. Correspondámosle y digámosle a menudo: ¡Oh,
amor único de mi alma, Tú me iluminaste con tu luz, y yo te conocí; Tú me
atrajiste con caridad suave y yo vine a Ti, y te sirvo; Tú dijiste a mi
corazón: “ámame” y yo, afortunada, te amo y siempre quiero amarte más; Tú me
amas sin mí, porque eres Dios, y yo no puedo amarte sino contigo, porque soy tu
creatura. Yo bebo en la fuente de las aguas que vienen de Ti, te deseo, contigo
pienso en Ti, contigo soy tuya, porque eres mío! ¡Mi amado todo lo puede, todo
lo sabe, todo lo posee! Él es inmortal, incircunscripto, inmutable,
incomprensible, inefable, inestimable y su bienaventuranza es eterna.”[4]
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