lunes, 9 de diciembre de 2019

A volar




A volar

El lema propuesto para el próximo Capítulo General: “Libérense, desplieguen sus alas”, está muy bien analizado y desarrollado desde la espiritualidad cabriniana en el capítulo 2 del libro “Liberaos y alzad el vuelo” de la Hna. María Barbagallo.
Por ese motivo, quise tomar para esta breve reflexión, el estribillo de la canción que compuso la Hna. Gabriela Aravel: “Ponte alas y a volar”.
A pesar de su brevedad, posee una concentración temática realmente notable.
Dice así...


Ponte alas y a volar
que allí está tu libertad,
ponte alas, vuela alto
que la vida espera ya.
Ponte alas y a volar
que allí está tu libertad
ponte alas, vuela alto
y sin miedo a planear:
Con sueños, viviendo con otros
en marcha, unidos a vos.


Ponte alas y a volar…
La frase de Madre Cabrini –traducida al español de varias maneras– aparece en una carta escrita el 18 de abril de 1890 durante su segundo viaje a Nueva York, donde aconsejaba a sus Hermanas a liberarse de aquellos afectos que pudieran estar interfiriendo en su total consagración al Corazón de Jesús.
Liberarse, extender las alas –o ponérselas–, volar, son imágenes simbólicas que podemos interpretar de distintas formas, entre ellas, como aquello que el ser humano tiene como máxima realización, como posibilidad de romper los límites, de ir más allá, de trascender. Volar está simbólicamente asociado al cielo, lugar mítico de los dioses y de la vida eterna o bienaventurada.
Este deseo de trascendencia, inscrito en lo más profundo del ser humano, para nosotros los cristianos, está directamente relacionado con la acción de Dios en nuestra vida y en la historia. Creemos, en concreto, que Dios intervino definitivamente en Jesucristo para realizar eso que llamamos “la salvación”.
Habitualmente entendemos que accedemos a esa salvación en la medida en que estamos en comunión con Dios, de hecho, describimos la vida cristiana como la identificación con la persona y el proyecto de Jesús. Esta identificación, se daría, principalmente, por la mediación de los sacramentos, ya que, a través de ellos –decimos– Dios nos “da” su gracia, es decir, nos transforma, haciéndonos partícipes de su vida divina.
San Pablo en 2Cor 5,17 dice:
El que vive en Cristo es una nueva criatura:
lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente”.
Sin negar esto, creo que hay otra forma, tal vez más profunda, de entender este don de Dios, esta invitación a participar de su vida divina, esta “nueva criatura”, de la que habla Pablo, y es tomar este don, no como algo que Dios “da” a través de algunos ritos, sino como algo constitutivo del ser humano creado por Dios. Lo digo de otra manera con un ejemplo: no es que Dios elige a algunos para que sean sus hijos (esos que recibieron el bautismo), sino que crea a todos los seres humanos como hijos suyos, ¿acaso no dice la Palabra de Dios que fue creado a su imagen, como varón y mujer? (Cfr. Gn 1,27). De este modo, los sacramentos dejan de aparecer como unos “ritos mágicos”, para ser, en la comunidad de la Iglesia, los “signos sensibles y eficaces de la gracia de Dios…” (Cfr. CCE 1131), gracia que comunicó al ser humano –a todo ser humano–, desde el origen.
La teología bíblica va en este mismo sentido. Dios es el que siempre toma la iniciativa, por eso, la respuesta más auténtica para con Él, es la alabanza y la acción de gracias. Cuando soy capaz de descubrir la obra de Dios, no me queda nada por pedir, como María en el Magníficat, que proclama la grandeza del Señor por las maravillas que obró en ella y en su pueblo (Cfr. Lc 1,46-55).
“Ponerme alas y volar” podría ser, entonces, reconocer mi verdad más profunda: ¡soy hijo de Dios! Es más, Dios me ha dicho desde el seno materno: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1,11). Se lo dijo a su Hijo, Jesús, y en Él, nos lo dijo a todos…
El problema es que no siempre esto lo tenemos tan claro y es “la tarea” de la vida el descubrirlo y experimentarlo. Soy consciente de que no estamos diciendo nada nuevo… en el siglo VI a.C., en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos, ya estaba escrito el famoso “Conócete a ti mismo”.
Reconocer que soy –que somos– el hijo de Dios, representa y contiene, además, la respuesta a nuestro triple interrogante existencial: en primer lugar responde directamente al “quién soy”: el hijo de Dios; en segundo lugar responde al “por qué soy”: porque Dios me quiso y en tercer lugar, responde al “para qué soy”: para amar, que es nuestra capacidad de trascendencia, lo que nos hace semejantes a Dios… [“de tal palo, tal astilla”].
San Pablo, en Rom 8,14-17 dice:
Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre! El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con él”.
Y Jesús dice también:
Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8,31-32).
Por último, Pablo, en 2Cor 3,17 agrega:
Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad”.
La conclusión de estos tres textos es clara: es en y por el Espíritu que podemos reconocer y experimentar la filiación divina, nuestra verdad más profunda, y esa es la verdad que nos hace libres, porque donde está el Espíritu, está la libertad…
Justamente eso es lo que indica el segundo verso del estribillo…

que allí está tu libertad…
Saber quién soy, conocer mi identidad, es la condición necesaria para ser libre.
[Se abre aquí un camino de reflexión maravilloso que en algún momento tendríamos que animarnos a recorrer: no necesariamente lo que creo de mí es mi verdad, mucho menos lo que los otros creen y dicen de mí; parece ser que lo más sabio es escuchar qué dice Dios –después de todo, Él es el que me hizo–, dejar que el Espíritu sea el que me enseñe, me inspire, me guíe…]

Y así estamos invitados a andar: “libres como los pájaros”:
Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido?
Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?
Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,25-26.33)

Del mismo modo que el volar está asociado naturalmente con la libertad, el “volar alto” lo está con los grandes ideales…

Ponte alas, vuela alto…
El amor es el que nos da –o nos hace desplegar– las alas para volar alto, es nuestra capacidad de trascendencia, como decíamos antes, porque es lo que no tiene límite, es el Espíritu en nosotros, lo divino de lo humano. Dice Pablo:
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
Y el poeta Silvio Rodríguez, desde otra perspectiva, canta:
Sólo el amor alumbra lo que perdura.
Sólo el amor convierte en milagro el barro.
Sólo el amor engendra la maravilla.
Sólo el amor consigue encender lo muerto.

Esto lo descubrió, y muy profundamente, Madre Cabrini, que en el Sagrado Corazón de Jesús se sintió engendrada y amada por el que “convirtió en milagro su barro”. De allí tomó la fuerza para volar y volar alto, ya que “todo lo podía en Aquél que la confortaba” (Cfr. Flp 4,13). 

El cuarto verso concluye…

que la vida espera ya…
¿A qué vida se refiere? [habría que preguntarle a Gabriela…]. Yo creo que se refiere a la vida verdadera.
El autor del evangelio de Juan plantea algo parecido. Para él, vivimos como dos vidas al mismo tiempo; una tiene que ver con lo que nos hermana con todos los seres vivos y otra es la que llamamos la “vida de la gracia”, la vida divina, la que Dios nos participa por ser sus hijos, la que descubrimos por la fe…
Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna” (Jn 6,47).
Notemos que no dice: “el que cree, tendrá vida eterna”, no, lo dice en presente; por la fe, ya estamos viviendo ahora la vida eterna. Y esa es la vida que nos está esperando, sí, que está esperando que nos demos cuenta que la tenemos ahí, para vivirla, una vida que está en potencia, latente, escondida, replegada y tenemos que ponerla en acto, hacerla patente, descubrirla y desplegarla como las alas…
Luego, el estribillo repite lo mismo, excepto en el último verso:

y sin miedo a planear…
Planear es lo que hacen los pájaros sin mover las alas, aprovechando su natural aerodinámica y las corrientes del aire.
Los “planeadores”, están hechos según el modelo de las aves. Tienen enormes alas, son muy livianos y son remolcados por un avión, que a la altura precisa, los deja libres.
Dicen, los que han tenido la experiencia, que lo que se siente es maravilloso, sobre todo por la serenidad y el silencio, la sensación de flotar en el aire, sin propulsión, sólo dejándose llevar, sólo disfrutando…
La imagen no puede ser más perfecta. Como dijimos más arriba, podemos volar y volar alto, porque creemos que somos hijos de Dios, porque en Él está nuestra fuerza y nuestro refugio (Cfr. Sal 91), porque…
Sólo en Dios descansa mi alma,
de él me viene la salvación.
Sólo él es mi Roca salvadora;
él es mi baluarte: nunca vacilaré” (Sal 62,2-3).
Podemos planear, justamente, porque no tenemos miedo, y no tenemos miedo porque...
Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.
Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él...
En el amor no hay lugar para el temor: al contrario, el amor perfecto elimina el temor, porque el temor supone un castigo, y el que teme no ha llegado a la plenitud del amor.
Nosotros amamos porque Dios nos amó primero” (1Jn 4,16-19).
El salmista, en el Antiguo Testamento, también cantaba:
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré?” (Sal 27,1).
Dios, nuestro Padre/Madre, nos dice con ternura:
“No temas, porque yo estoy contigo, no te inquietes, porque yo soy tu Dios;
yo te fortalezco y te ayudo, yo te sostengo con mi mano...” (Is 41,10).
Por eso:
... los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas,
despliegan alas como las águilas;
corren y no se agotan, avanzan y no se fatigan” (Is 40,31).

***

Como se imaginarán, podríamos seguir y seguir… pero con el fin de que no se haga tan largo (al principio hablé de “breve reflexión”), al menos por ahora, me detengo aquí.
Los temas están apenas esbozados. Espero que esto les sirva como un empujón inicial (¿como el del avión con el planeador?), para que cada uno siga luego su propio camino…

***

Antes de despedirnos…
Nos quedan todavía los dos últimos versos, que contienen cuatro nociones fundamentales de la experiencia cristiana. Me limito, simplemente, a nombrarlas, para que no nos quede incompleto el estribillo (tal vez sean los temas de un posible próximo aporte):

Con sueños, remite a la esperanza;
viviendo con otros, a la dimensión comunitaria;
en marcha, al camino del discipulado y
unidos a vos, que explicita lo que estaba implícito desde el principio: la identidad cristiana.

***

Para los que quieran seguir profundizando en esta línea, les recomiendo dos textos que están disponibles en la carpeta “Material” del blog.
En primer lugar, obviamente, el excelente texto de la Hna. María Barbagallo: Liberaos y alzad el vuelo y en segundo lugar, un texto que escribí hace unos años, justamente, en relación con el lema del XIV Capítulo General: No teman.

Hasta el próximo encuentro…


Pablo Cicutti
Buenos Aires, Argentina
Diciembre de 2019




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