lunes, 19 de septiembre de 2016

"Pensamientos y Propósitos" de Santa Francisca Javier Cabrini - 15


IMAGEN DE UN ALMA (12ª Parte)

Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”

Si no hablaba de la alegría de su amor, todavía menos de los sufrimientos de su amor. Quien ama sabe que en sus cuatro quintas partes el amor es sufrimiento presente, pero la otra quinta parte es esperanza de alegría, y la esperanza ya es gloria. No es fácil dar cuenta de los sufrimientos encontrados en el camino de su amor y de su acción: los escondió y cubrió asiduamente con su asidua sonrisa. Quien estuvo cerca de ella no la vio nunca impacientarse, pero casi siempre la vio padecer. Los padecimientos de San Pablo y de San Francisco Javier: el extremo de la fuerza, pedido al cuerpo; el alma abrasada por el ardor y no obstante exacta en la acción; mil pensamientos, mil terrores, siempre en peligro por todas partes, siempre para gastarse sin límites, siempre para dolerse de que todavía no bastaba.
Si ésta era su alma, ésta quería que fuese el alma de sus hijas. En ellas educaba todo, pero en especial la voluntad. Las tomaba como eran, las hacía como quería. Apenas habían pisado el umbral de su casa, pidiéndole convertirse en sus hijas, las acogía con una dulzura severa. Poco después, lenta, pero progresivamente, las sometía a una disciplina de voluntaria entrega al Señor, que las despojaba y vaciaba de todo ánimo y semblante terrenal, las rehacía de nuevo. De la antigua jovencita, de la mujer toda ímpetus y giros personales, toda expresiones e impresiones efímeras, no quedaba más que la sombra de la nueva criatura, y no tenía que quedar más que la sombra indestructible. La oración oral y mental (tuvo una inmensa estima a la meditación); la obediencia de todas las horas y de todos los afectos; la energía en el trabajo, cualquiera que fuese, con tal de querido por Dios, acababan por enervar a la criatura natural y por desautorizarla, para dar fuerza a la criatura sobrenatural y hacerla predominante.
Esta actitud, asumida en su interior, la adoptó también en el gobierno y en la guía de sus hijas; fue una solicitud de capitán[1].

Se percataba con una milagrosa perspicacia de las bobas vanidades sensibles, de las astenias y atonías de la voluntad, de los atascos de los sentimientos, toda llena de una gloriosa alegría, con una robusta gracia. El suyo era un espíritu de actividad. Algo como un vuelo animaba sus acciones; un vuelo silencioso, como todos los vuelos altos, pero veloz y a larguísimas distancias. “Desasíos y poneos las alas”[2]: esta frase, tal vez la más grande de las suyas, compendia su doctrina. Desasirse, intrépidamente, de todo lo que no es Dios, y ponerse las alas.
Una inquietud sobrenatural, una voluntad hecha de divino amor, no son todavía toda la Madre Cabrini. Dios le concedió –regalo nupcial del amor– una confianza en El, más allá de todo límite.
Se movía de una punta a otra de la tierra, quería como sabe querer quien sabe que es Dios quien quiere, pero ni en su persona ni en su rostro había nada de afanoso, nada de inestable, nada de duro y cortante. Parecía el retrato de la paz, toda recogida y quieta en una dulzura ultramundana y sobrehumana.
Hacía lo factible, y sabía que había hecho bien poco: si hacía algo, Dios lo hacía. Ella, como solía decir, era espectadora; una pobre, lenta, miope espectadora. Estas no eran frases hechas, modestia formularia: eran su exacta persuasión.
* * *

[1] De tanta resolución daba ejemplo ella misma. Se narra en la biografía citada: “En junio de 1892, la Misión de Nueva Orleans se encontraba en gran estrechez. La Madre llamó a una Hermana y le dijo que saldría con ella para la cuestación. Aquella hija suya le suplicó que renunciase a tal propósito y le hizo considerar cómo sufriría su salud con aquel calor sofocante. –No, hija, voy yo también –respondió la Madre– ¿Sabes?, siento un poco de repugnancia de este oficio y quiero vencerla; no quiero que mis hijas hagan lo que no hace su Madre. Salió, en efecto, y el Señor bendijo ampliamente su sacrificio” (págs. 291-292).
[2] Tra un’onda e l’altra, o. c., pág. 22.

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