lunes, 30 de agosto de 2021

Hna. Matilde - Episodio 1: "El comienzo" (Cuarta parte)

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Los padres de Teresa e Inés eran hermanos, profundamente devotos y, sobre todo, amigos. Los dos eran cabeza de familia numerosa. Nueve hijos tenían José y Rosa. Rosa, la madre, era de ascendencia austríaca y su formación no era tan religiosa como la de José, pero respetaba y mucho las creencias de su marido y de sus hijos.

Ya seguro de la opción de vida de Teresa, el padre quiso una foto familiar, así que llamó a un profesional, reunió a sus hijos y quedó estampado el recuerdo.

Matilde es la segunda a la derecha; Luján la tercera a la izquierda

Después de un tiempo prudencial, el primer viernes, 9 de noviembre de 1946, Teresa ingresó al Instituto de las Misioneras del Sagrado Corazón. No sabía mucho de la vida consagrada ni del carisma que regiría el resto de sus días. Su propósito era uno, único y exclusivo, y así lo cuenta:

-Yo quería ser santa y sabía que, para eso, debía ser una monja ejemplar, cosa que solamente podía lograr con el cumplimiento estricto de las Reglas.

Era tiempo de Adviento. El primer domingo de este tiempo litúrgico las Hermanas estaban escribiendo sus propósitos, cada una en intimidad con el Señor. Cerca de mediodía, Teresa ‘sustrajo’ el libro de las Santas Reglas de la biblioteca de la comunidad y se escondió en su cama, al cobijo de las cortinas que en ese entonces las rodeaban. No hacía más de quince días que estaba en la Comunidad, pero tenía que indagar en las Reglas, descubrir qué había que hacer para lograr la santidad. Así fue que desapareció por más de dos horas. Las Hermanas, ya preocupadas, la buscaron por todas partes y ella, según sus propias palabras:

"Estaba devorándome las Reglas. Lo que tengo que conocer a fondo son las Reglas y para eso estoy acá, en el convento, para conocer lo que me ayudará a ser santa".

"Si quieren alcanzar la santidad, queridísimas hijas, deben considerar en mucho las Santas Reglas (...) En ningún otro lado, sino en las Santas Reglas está contenido todo lo necesario para alcanzar la perfección". (Cfr. Viajes, de Londres a Nueva York, agosto de 1902, pág.485-488).

¡Claro! Era el mismísimo consejo de la Santa Madre y leyendo, más bien intuyendo, porque estaban escritas en italiano, encontró la piedra del escándalo. Se dio cuenta de que las Hermanas ‘no estaban cumpliendo estrictamente’ los puntos que debían observarse en el tiempo de Adviento.

Se ríe Matilde mientras recuerda este episodio que la muestra totalmente legalista:

"¡Ay! ¡Lo que hay que observar para esta fecha las monjas no lo están cumpliendo!"

Es que durante el Adviento no se podían recibir visitas de familiares y parece que ese domingo, algunos padres habían llegado a ver a sus hijas. Fue como si un pichón detectara imperfecciones en el vuelo de la bandada; como si buscara descubrir la infracción. Pero el Espíritu es fuego, y el fuego doblega hasta lo más rígido y lo vuelve flexible; tan maleable deja lo que toca que le da la libertad de tomar las formas más variadas y a veces, las más inverosímiles. El Espíritu te lleva a Damasco, te tumba del caballo, te deja ciego, te hace entablar luchas interiores tan terribles que se sienten como "espinas clavadas en la carne" (Cfr.2 Cor. 12,7) y finalmente, te hace tomar ese mismo fuego que es el que Jesús vino a traer al mundo, y te impulsa a extenderlo para que se expanda en la tierra de misión y:

"Se le restituya al hombre su dignidad de persona y de hijo de Dios" (Cfr. Constituciones, Misión, 15, pág. 51).

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jueves, 26 de agosto de 2021

Hna. Matilde - Episodio 1: "El comienzo" (Tercera parte)

 

Parroquia Ntra. Sra. del Carmen, Pérez

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Antes de que ese julio determinante llegara a su fin se celebraba en Salta la reunión Nacional de la Acción Católica. El padre de Teresa era ferroviario; trabajaba en los talleres y por ser empleado tenía, él y su familia, pasajes gratis para viajar en tren a cualquier parte del país. Con otras tres muchachas del pueblo, también hijas de ferroviarios, planificaron el viaje y allá fueron, a Salta. Debe haber sido esa una experiencia muy fuerte, aunque no tanto como la que vivió cuando regresó a su casa.

Mientras Teresa estaba de viaje, dos hermanas de la congregación se llegaron hasta Pérez directamente a hablar con el párroco, el Padre Tritta. Querían cerciorarse de la verosimilitud del interés mostrado por las dos primas durante la visita al convento. Esa visita había sido un secreto entre Teresa e Inés y es posible que tampoco el párroco se hubiese enterado. Así fue que el sacerdote llamó al padre de Teresa, le informó de la venida de las Hermanas y de la posible vocación de su hija. El padre no pareció asombrado por la noticia y le contestó al sacerdote que sí, que podía ser.

Lo largo del viaje de regreso desde Salta, el frío y el cansancio, hicieron mella en el físico de Teresa y volvió afiebrada. Era domingo y la familia estaba, como de costumbre, en torno a la mesa, almorzando. Apenas abrió la puerta, Elsa (quién después fuera la Hermana Luján), a boca de jarro le dijo:

-Acá vinieron unas monjas diciendo que vos querés ser religiosa. ¿Qué hay de cierto?

Teresa, cansada por el viaje y debilitada por la fiebre, pensó: -¡Acá, sonamos!

Sin embargo no escapó a la respuesta; le dijo que sí, que era verdad, pero Elsa, que estaba cursando el colegio como interna con las hermanas Franciscanas de Alberdi, en Rosario, y conocía desde adentro la vida que llevaban las mujeres consagradas, le dijo con tono firme y casi de reproche: -¿Vos sabés lo que es eso? ¿Sabés lo que es ser religiosa? ¡Nunca estuviste en un convento y con eso, no se juega!

Pero había algo más que marcaba las costumbres de la época y de las familias profundamente católicas. Blanca, la mayor de las hermanas estaba de novia, y el novio, presente en la reunión familiar de ese domingo, manifestó su opinión:

-La primera que tiene que salir de la casa paterna es Blanca, porque es la mayor. Si te querés hacer religiosa, vas a tener que esperar.

Teresa, tal vez ayudada por su malestar físico y con la paciencia ya agotada, le contestó muy directamente:

-Y bueno, entonces casate rápido.

Elsa, que había abierto el fuego, salió también a replicar:

-¡Eso no tiene nada que ver, ni lo de la mayor ni lo de la menor, porque a Dios se le da la juventud, y no ... "lo otro"!

El padre puso fin al altercado y pidió que dejaran a Teresa tranquila, que lo mejor era que se fuese a descansar.

Marta, una de las hermanas menores, al recordar aquellos días del comienzo asegura que ya se veía que Teresa tenía todas las condiciones para ser religiosa; que cuando Elsa dijo que también se haría religiosa sí, fue más sorpresivo, pero lo de Teresa no. Tal vez, este fue el motivo de la respuesta del padre al sacerdote, sin asombro ni cuestionamiento.

La familia Giovagnoli se había instalado en el barrio de Alberdi, al norte del centro de la ciudad de Rosario, recostado sobre la ribera del Paraná. El papá, en su niñez y juventud había ido al colegio de las Hermanas Franciscanas, pero no pudo seguir porque lo expulsaron por travieso. Blanca y Elsa, las dos hijas mayores, fueron como pupilas. El padre había vendido su casa en el barrio y se había mudado a Pérez para que ellas tuvieran educación religiosa. Elsa terminó sexto grado y se quedó dos años más, pero en un momento volvió al pueblo. Algo se debatía en su interior. Pareció que le gustaba un muchacho y si en algún momento había pensado en abrazar la vida consagrada aquí, la idea quedó relegada. Lo que no había desaparecido en la muchacha era la conciencia de qué cosa significaba seguir el camino de la vocación. Por eso, todo el tiempo le repetía a Teresa:

-¿Vos sabés lo que vas a hacer? ¡Mirá que con eso no se juega!

El día después del regreso de Salta fue definitivo. Teresa, y se verá a lo largo de su vida, no era una mujer de postergaciones. Se acercó a su padre y le pidió saber qué había pasado. Él, con toda sencillez y naturalidad le contó que habían estado las Hermanas hablando con el párroco y que éste lo había llamado para informarle y consultarlo. Con la misma naturalidad y sencillez, ella le dijo que sí, que su intención era consagrarse.

No sin tristeza, al escuchar a su hija hablar sobre su vocación le dijo que lamentaba mucho no haber imaginado que ella querría ser religiosa. De haberlo sabido, se habría ocupado para que ella también pudiese formarse adecuadamente yendo a estudiar con las religiosas de Alberdi. Teresa no lo vio como un problema, es más, pensó que:

-Para ser santa no era necesario un título más. Mi objetivo era la santidad...

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lunes, 23 de agosto de 2021

Hna. Matilde - Episodio 1: "El comienzo" (Segunda parte)

Estación de Pérez

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Teresa quería ser santa. Una Juana de Arco de la llanura pampeana. Una Margarita María Alacoque que hasta entonces, se conmovía sin saber por qué frente al cuadrito del Sagrado Corazón al que miraba y repetía:

-En Vos confío.

Ahora lo sabía. Quería la santidad y en Él confiaba para alcanzarla.

Pero el secreto estalló en el pecho. Aún no era momento de decir nada en su casa, aunque se hizo imperioso compartirlo. Era el año 1946. Tener 17 era todavía pisar el terreno de la última infancia. Sostener el descubrimiento le debió haber producido una adrenalina desbordante.

Del otro lado de las vías, más cerca de la parroquia, vivía con su familia la prima Inés. Era un poco mayor que Teresa y ayudaba a su padre en el negocio de almacén. Allá fue con su secreto y a escondidas, se confiaron una a la otra. Inés quería ser misionera. Escuchar al sacerdote en esos días, debió haber reavivado el deseo.

Ser santa, ser misionera, abrazar la vida religiosa. ¿Cómo es? ¿Cómo se hace? ¿Cómo se empieza? ¿Cómo es el convento? ¿Cómo son las monjas?

El único que podía dar respuestas concretas era el párroco, así que salieron de las conversaciones a escondidas, tomaron coraje y fueron a hablar con él para ir aclarando las dudas.

El padre Tritta, párroco de Pérez, celebraba misa algunas veces en Rosario para unas monjas que, les dijo,

- "Se llaman del Sagrado Corazón y son misioneras",

y según él,

-no eran de esas que andan todas duras y almidonadas. Éstas tenían un velo simple, liviano, de una tela muy linda.

Con la información y el aliciente de que esas monjas, además de ser del Sagrado Corazón, misioneras y "poco duras", averiguaron la dirección y allá fueron.

-Me acuerdo- dice Matilde - que era un 9 de julio. Salimos de Misa y le dije a Flora (Inés por entonces), ¿vamos a conocer a esas hermanas? Las dos anunciamos en nuestras casas que nos íbamos a Rosario, pero sin dar mayores detalles. Llegamos, tocamos el timbre y nos abrió una Hermana que ahora no recuerdo quién era.

El 7 de Julio de 1946, dos días antes, había sido la Canonización de Madre Cabrini. Madre Juana Urdinola junto con otras hermanas había viajado a Roma para la celebración y había sido recibida por el Santo Padre. Al acercarse a Pío XII le había pedido, humildemente, que rezara por el Instituto y para que hubiesen muchas vocaciones.

"Yo vivo nuestra ida de ese 9 de julio y todo lo que había pasado desde la llegada del misionero a Pérez −dice Matilde− como una respuesta a la petición de esta Hermana, de lo que ella le había solicitado al Papa. Nosotras nos enteramos mucho después, pero eso me da la seguridad de que la voluntad de Dios juega mucho antes de que nosotros lleguemos a conocerla".

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jueves, 19 de agosto de 2021

Hna. Matilde - Episodio 1: "El comienzo" (Primera parte)


Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús

Hna. Matilde Giovagnoli M.S.C.




Ana Cerri

"Tengo como norte lo que la Madre hizo

aún antes de ser religiosa.

Ella estaba en cualquier parte.

Veía la actualidad y actuaba.

No pedía permiso.

Era una mente abierta,

un corazón dispuesto,

un espíritu libre". 

Hna. Matilde Giovagnoli M.S.C.


El comienzo

Era muy común que un sacerdote llegara a los pueblos una vez por año a predicar una misión. Los chicos se juntaban a escuchar las historias de los misioneros que incursionaban por países ignotos en los que las personas no conocían a Dios. Quedaban maravillados con el coraje de los que, sin poder siquiera comunicarse por desconocer el idioma, se internaban en la selva o andaban por los desiertos mezclándose con las tribus nómades y, sobre todo, embelesados con los que ofrecían su vida en el martirio, por amor a Cristo. Las mujeres se acercaban a la parroquia al caer la tarde; rezaban el Rosario y después, oían al predicador con santa devoción. Los hombres eran los menos, pero se llegaban a la noche con el cansancio de días arduos de trabajo a cuestas, y con el hechizo de las palabras del sacerdote, iban dejando atrás las preocupaciones hasta volverse todo oídos, sentir que el corazón, tan curtido como las manos se conmovía para terminar, finalmente, arrodillados en el confesionario y descargar ahí sus penas, errores y sus pesares.

Cuando Teresa tenía 17 años llegó a Pérez, pueblo ubicado 12 kilómetros al oeste de Rosario, el Padre Enrique, sacerdote de la Congregación de Don Orione. Ella, Teresa, con su madre y sus hermanas mayores formaba parte del grupo de las mujeres que por la tarde llegaban a la iglesia. Volvían a la casa con el apuro de la cena para los varones y las palabras del predicador dando vueltas en la cabeza.

Algo más rondaba el corazón de la muchacha, pero aún no sabía qué. El Espíritu Santo adelanta sensaciones, pero nunca devela de golpe el plan que Dios, con el misterio de sus tiempos, tiene preparado.

Uno de los días de la predicación era el destinado a las confesiones generales. Teresa atravesó la distancia que separaba su casa de la iglesia con la premura de lo desconocido y la inocencia de lo nunca esperado. Era una muchacha simple, sencilla, ocupada en aliviar el trabajo de su madre en las cosas de una casa con muchos hermanos para atender.

La penumbra de la parroquia le dio la intimidad suficiente para preparar su examen de conciencia primero y ponerse en la fila del confesionario después. A su turno, con la frente apoyada en la rejilla del confesionario dio vuelta su alma al sacerdote que la escuchó en silencio. Silencio que pareció eterno hubo también cuando Teresa terminó su confesión hasta que, finalmente, como una epifanía, la voz cargada de historias y de mundo, la misma voz que habían escuchado los chicos, los varones y las mujeres del pueblo en esos días, le dijo a ella, solamente a ella:

-¿No pensaste en hacerte religiosa?

No, nunca lo había pensado. Esa idea jamás había pasado por su cabeza, pero ya estaba corrido el velo.

-¡Dije que sí! Salí, crucé la estación del ferrocarril y las vías del tren saltando de la alegría porque el Padre me había dicho si quería ser religiosa. Llegué a mi casa llena de felicidad.

Empezar a vislumbrar dónde va a poner el resto de sus días, su vida entera, la colmó de una alegría distinta.

-¡Yo quería ser santa! (se ríe).

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jueves, 12 de agosto de 2021

Hna. Virginia - Episodio 7: Solamente Dios, que ve en lo secreto, se lo premiará (cfr. Mt 6,4)

 


La Hermana Virginia era una mujer alta, robusta, imponente. Su físico daba cuenta de su personalidad y su mirada firme, de la calidad de sus decisiones; su voz, de la autoridad que naturalmente imponía. Sin embargo, había algo en su forma de caminar, con pasos cortos y muchas veces, arrastrando los pies, que llamaba la atención a quien podía notarlo. A veces, cuando creía que nadie la miraba, algún gesto de dolor se traslucía en su rostro. Pero no se detenía. Inmediatamente, como si se reprendiera a sí misma por dejarse vencer, volvía a sus cosas con una expresión un poco más adusta.

Así como su vestimenta era casi siempre la misma tanto en invierno como en verano, lo que tampoco variaba eran las medias gruesas que usaba sea la estación que fuere.

Pocas sabían, si es que durante todos los años de su misión alguien lo supo, que Virginia tenía llagas en sus piernas y que debajo de las medias, había vendas que no dejaban traspasar lo que supuraba. Ella misma se hacía curaciones a su modo por las mañanas, y cuando no conseguía gasa o pedazos de tela, se vendaba con papel higiénico. Sin dudas, habrá ofrecido el dolor y el silencio. No quería que nada la detuviera a descansar o hacer reposo para acceder a curaciones que, con su criterio de entrega, le quitarían tiempo para ir a socorrer a su gente.

Hubiera sido muy fácil enumerar todo lo que Virginia consiguió en el barrio a nivel material. Por supuesto, lo mucho que hizo crecer espiritualmente y en dignidad a las personas que les fueron confiadas y que amó con entrega incondicional. Eso es fácil de comprobar: su obra y lo que las Hermanas siguieron haciendo después de ella, está a la vista. Lo que no estaba a la vista eran sus propósitos, su lucha personal consigo misma para lograr desde la raíz misma de su ser, concretar la voluntad de Dios sobre ella con absoluta radicalidad.

A finales de los años 80, el físico la traiciona. Sus piernas no resisten y ya no lo puede disimular. Por algún tiempo, acompañada por Madre Marta, va a un médico que le practica unas curaciones y le pone una especie de yeso para proteger las pústulas. Este tipo de llagas producidas por insuficiencia venosa es muy lento de curar y requiere mucho cuidado. Virginia no puso su salud antes que su misión, pero finalmente, ya no pudo.

Pasó por varias internaciones hasta que se descubrió que la falta de atención adecuada había provocado una infección generalizada. Con tan solo 78 años, quizás al verse descubierta en su cruz secreta, o tal vez viendo claramente que ya no podría seguir con su incansable misionero espíritu, se entregó.

El 12 de agosto de 1991 falleció dejando un profundo vacío en los corazones de tantos hijos espirituales.

Cincuenta y cuatro años de vida consagrada en el Instituto, más de treinta en la misión de Villa Amelia imprimieron un sello indeleble en la vida de la Provincia Argentina, en el corazón de las Hermanas y de quienes la conocieron.

Su cuerpo fue llevado a la Escuela Cabrini en el barrio, el 14 de agosto, dos días después que partiera hacia la Casa del Señor. Allí, la multitud devolvió con llanto, pero también con flores, plegarias y aplausos todo el celo que ella había puesto en esa tierra.

Su entrega fue indudablemente plena y por qué no, incomprendida muchas veces. De lo que no hay duda, es que la promesa evangélica se ha cumplido abundantemente en ella: "DIOS, QUE VE EN LO SECRETO, TE RECOMPENSARÁ".

  

“Tú lo sabes, yo los amo con amor de predilección como Tú los amaste. Por eso procuraré, en la misión de Villa Amelia, evangelizar a los pobres tratando de buscar y llegar a los más marginados, necesitados de cariño, de consuelo, de ánimo y de guía”. 

Hna. Virginia Squeri MSC

 

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jueves, 5 de agosto de 2021

Hna. Virginia - Episodio 6: Acuérdate Virginia (2da parte)

 


Para una mujer de carácter tan firme, apasionada e involucrada profundamente con su misión, no debe haber sido nada fácil mantener el equilibrio y no reaccionar compulsivamente frente a los acontecimientos que en el ambiente en el que estaba, eran diarios. Ahí, la dignidad humana, los derechos de las mujeres y de los chicos, la justicia y la paz, eran continuamente menoscabados. Virginia era una defensora acérrima de estos derechos y desterrar la violencia, tanto social como intrafamiliar era el eje de su misión. Hay testimonios que cuentan que más de una vez entraba de golpe a una casa en la que sentía gritos o llantos e increpaba a los varones que golpeaban, bajo los efectos de la bebida, a sus mujeres y sus hijos. Hubo ocasiones en que ella misma llamaba a la policía o los llevaba hasta la comisaría hasta que entraran en razones. La falta de trabajo, la miseria y, muchas veces el vicio, hacía que los robos y las riñas fueran más que frecuentes, no solamente yéndose a las manos sino también con armas blancas y de fuego. Virginia no dudaba en llegar a los gritos pidiendo calma y ponerse en el medio para que se separaran.

"Con tu gracia y ayuda trabajaré siempre a favor de la justicia, defendiendo los derechos humanos, la dignidad y el honor de las personas, para que no sean aplastados y tratados con injusticia. Resolver mis conflictos y ayudar a mis hermanos a resolver los de ellos, es mi deber. Un NO enérgico a la violencia; nada de violencia, todo con el diálogo afectuoso. Usar siempre la vía de la persuasión, vía negociada".

Para eso,

"Procuraré ser una persona apacible, cálida, conciliadora. Para conseguirlo repetiré muchas veces (10 ó 20), a la noche antes de acostarme y a la mañana, antes de levantarme: 'nada ni nadie podrá en este día turbar mi calma y mi paz’''.

Conociendo tan profundamente las necesidades de su gente, la Hermana Virginia se privaba no solamente del descanso necesario, de horas de sueño y de comodidades. Se privaba también del alimento y con disimulo, lo sacaba de la mesa y lo llevaba a su cuarto para embolsarlo y llevarlo al otro día al hogar que sabía, era necesario. En un apunte de Cuaresma hace una referencia mínima, aunque sabemos que estos sacrificios no eran solo cuaresmales.

"A mediodía no comeré fruta, pues almuerzo en la misión; por la noche dejaré la fruta durante cuatro días a la semana y la guardaré para los niños pobres que nunca comen frutas. Durante la Cuaresma no comeré ningún dulce, ni caramelos para mortificar así la gula. Si me los dan, los guardaré para repartirlos entre los chicos pobres".

Sin embargo, hilaba más fino; iba más allá:

"¡Cuidado con las compensaciones que producen un vacío y no me ayudan para nada a descubrir el manantial de agua viva, la perla preciosa, el tesoro escondido que está en nuestros corazones!".

Consideraba peligroso aquello que bajo la apariencia de beneficio, podía ser una trampa embozada.

"El trabajo (¡!), ciertas amistades, cumplir la norma, hacer cursillos, querer estudiar por estudiar, crearse necesidades (salud, viajes, etc.), comidas, excursiones a santuario, salidas pecaminosas, evadirse de la comunidad, televisión, etc.".

Y en un recuadro:

"Acuérdate, Virginia, que Cristo te convida a darle tu respuesta, pero vivencialmente, no solamente de palabra".

Ese era el modo en que Virginia concebía el ser portadora del amor de Cristo al mundo, y por eso, este propósito:

"Acuérdate, Virginia, de los pies del Cuerpo Místico de Cristo. Tú lo sabes, yo los amo con amor de predilección como Tú los amaste. Por eso, procuraré en la misión de Villa Amelia evangelizar a los pobres tratando de buscar y llegar a los más marginados, necesitados de cariño, de consuelo, de ánimo y guía. Hacerles conocer el camino a seguir, visitando las casas de los pecadores públicos, los enfermos, los de conducta desviada, los drogadictos, los bebedores, pensando que son hermanos míos y que Jesús ama de modo especial y que sufren en el cuerpo y muchas veces, en el alma y en el corazón. Acudiré siempre a las necesidades de mis hermanos prefiriendo siempre al más necesitado, marginado, abandonado; al más pecador. No solamente debo abastecerlos de alimentos, ropa y medicinas. No sólo éste es el prójimo más necesitado, sino también aquel al que no le falta nada material, pero es despreciado por pecador: el ebrio, el ladrón. Debo pensar que cuando Jesús llamó a Mateo, reprochó a los fariseos: no he venido a llamar a los justos a la conversión, sino a los pecadores". Ejercicios del 17 de julio de 1977.

Conociendo los riesgos que la misión implica, sobre todo a nivel personal, ella pide "ser pobre", de aquella pobreza que, sin dudas, es más difícil de abrazar que la pobreza material:

"Ser pobre: aceptar mis límites. No ambicionar la gloria. No tener pereza para desarrollar talentos y cumplir con los deberes, aunque sean fatigosos. Vivir desprendida de las cosas, de mi propio yo, de mi fama. Poner mi preocupación en los valores verdaderos. Aprender a vivir cada día con menos, como corresponde al peregrino. La pobreza pone alas para llegar al Señor".