lunes, 12 de septiembre de 2016

"Pensamientos y Propósitos" de Santa Francisca Javier Cabrini - 14


IMAGEN DE UN ALMA (11ª Parte)

Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”

Otra insidia contra la voluntad puede nacer del desarreglo de la inteligencia. La curiosidad intelectual no guiada es como la voracidad en la alimentación: no nutre, sino que ofende a la inteligencia, quiere su cerca y su pudor, como un cuerpo, como un poder.
Fue tan trabajadora y tan diestra la Beata Cabrini en privar a la voluntad de cualquier pretexto de desviarse de Dios, que jamás permitió demorarse en la oración como en un ocio, en un reposo, en una pausa, en un sueño. Que la oración no sea un estanque quieto, sino un manantial continuo. ¡Cuántas veces sucede, si no sabe uno defenderse, que las aguas que no se han sabido dirigir y encaminar al bien refluyen y se estancan, por así decir, en la oración! A la oración van a acabar reproches no asimilados, melancolías no ahuyentadas, complacencias no cortadas, sentimientos no confesados. La oración se convierte en ángulo de cita de todos los afectos contrariados de nuestro corazón. Pero eso no es la oración: es la hora de la oración, rendida a la reunión de todas las ingeniosidades, morosidades y debilidades del corazón. Parece que se ora, pero en realidad se rumian resentimientos o afectos. Parece ardor de amor a Dios lo que es algo muy diverso: ardor de la ira, del amor propio, de la simpatía, de la amistad, tal vez incluso de un inicio de pasión. La Beata Cabrini quiso que la plegaria fuese plegaria: meditación, si es meditación; conversación con Dios, si es conversación con Dios. La forma en que ella oraba y enseñó a orar a sus hijas era cosa limpísima, tersa, nítida. Su oración desemponzoñaba el organismo del ánimo, no lo congestionaba; elevaba, no apesadumbraba; lo obtenía de sí, no lo imprimía en la mente. Y ninguna glotonería de favores espirituales, ningún ansia de quién sabe qué misticismo, ninguna manía, ningún desvarío.
Tan obediente, tan unida, tan limpia, la voluntad puede tender a su Bien, a Dios. Puede amar. No otra cosa, sino este amor de Dios, era su alma. Amor de todas las horas, de todas las acciones, de todos los pensamientos, de todos los afectos. Oraba y amaba. Trabajaba y amaba. Viajaba y amaba. Hablaba y amaba. Sonreía y amaba. No la vieron nunca sus hijas sin ver al Dios amado. Si Dios es amor, la Beata se convirtió, a su vez, en amor.
Pero de este amor, como ocurre cuando el amor es grande verdadero, mantuvo la Madre un pudor celosísimo. No conseguimos imaginárnosla hablando de él. Hablaba de Dios, no de su amor por El: esto le parecía debilísimo, indigno. Servía a Dios, pero no ponía el acento en su servicio. Le parecía ser una sirvienta inútil y dañosa. Hacer todo, pero pensar que no se ha hecho nada para lo que Dios se merece: he aquí su constante sentimiento. Y ¡ay de quien hubiese querido detenerse un instante en su persona y no en Dios! Omnia in ómnibus era Dios para ella. Detestaba, por tanto, lánguidos abandonos llamativos en este amor. Ya hemos visto que guardó secretísimamente en su corazón su ternura divina.
Aquí, en la tierra, necesitaba no gozar de Dios, sino padecerlo. En la tierra, Cristo se sumergió en la cruz por Sí mismo y por cuantos con El quieran ser crucificados a mayor gloria de Dios y salud del alma. Para la Beata Cabrini, el amor tenía que ser y era el arco tenso con el que se dispara la acción. Actuar y padecer: he aquí por qué caminos y de qué modo podía amar.

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