IMAGEN DE UN ALMA (13ª Parte)
Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y
publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”
publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”
Dios no era sólo su partida y su llegada: Dios era su vida.
¡Cuántas partidas conoció de los puertos terrenales, de las estaciones humosas!
Y ¡cuántas llegadas! En plena infatuación del progreso, mientras se entonaban
himnos a Satanás y cantos de victoria al vapor de una locomotora y un
transatlántico, esta mujer no se dejó dominar nunca por semejantes exaltaciones.
Se servía de todo, pero no paraba su mirada, y menos aún su corazón, en nada,
con el resultado de que nunca rompía su consigna de silenciosa adoración a Dios
siempre presente.
Su faz –siempre, pero más en sus últimos años–
transparentaba y como traslucía una jovialidad siempre igual, más intensa y
descubierta en la oración, velada y opaca en su acción. Nuestra carne poco
puede reflejar el alma, y aún menos a Dios; sólo nos da unos indicios: es
pesada, es segura, es infranqueable y no transmutable. Sólo más allá de la
muerte y más allá del Juicio adquirirá también ella las dotes del espíritu por
una prodigiosa intervención divina. Pero en la Beata Cabrini no llamaba ni
atraía la atención la persona física, sino más bien la luz que en ella se
reflejaba y reverberaba, una luz no hecha como ésta nuestra luz, tal vez igual
de bella, pero tan mudable, oblicua, ambigua; una luz que sus hijas y cuantos
la trataron entreveían más que veían, mas una luz real, a menudo insostenible.
Esta luz nacía de su absoluta confianza en Dios. Estaba
próxima a Él, y no temblaba más que del propio pecado.
No se mostró ansiosa ni perpleja por el éxito de sus
empresas, y no sintió ningún terror por la falta de éxito. No se atemorizó ante
ninguna fuerza adversa. En su avanzar había un hálito del ímpetu de Pablo y de
Francisco Javier. Ni tierras nuevas ni violencias la detuvieron ni la
asustaron. En las dificultades se concentraba y tendía a superarlas, pero no
lloriqueaba ni cedía. “Dificultades, dificultades. ¡Bromas de chiquillos”, esto
escribía a sus hijas, temerosas por ella[1].
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