Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”
Uno de estos años visité Codogno[1].
Las nuevas casas con los antiguos muros de la población vieja… Por aquellos
huertos solitarios y ricos, por aquellos zaguanes, por aquellas angostas
escalerillas y aquellas habitaciones de techo bajo y ventanitas cuadradas,
pedía la facultad de ver, con la fantasía, a la treintañera Beata que allí, en
1880, empezó su obra. En un ángulo, un cuadro desgarrado de San Francisco
Javier*: ¿nació de aquí la inspiración de llamarse Saverio? Póngase atención,
no Saveria, sino Saverio. Trataba de quitarme de los ojos de la mente la imagen
de la Beata en los últimos años: bellísima de imperiosa dulzura, pero ya madura
y derrotada por el Amor, pronta a la muerte. En cambio, fijaba la imagen
juvenil: de complexión no redonda, pero casi; magra, tensa, con los ojos
húmedos, de una asaeteadora. Y esta imagen la volvía a colocar, la hacía
moverse en el área de su primera fundación en Codogno. La veía en la Iglesia,
frente a frente con las criaturas de la Congregación, en sus primeros contactos
y fricciones con el mundo. Inútilmente. Todo se me resolvía en un juego
fantástico, y luego no sabía más.
De ese paso desde el alma suya a muchas almas no sabemos
nada.
Al escrutar a los santos, no pudiendo “ver” a Dios ni el
alma, nos vemos obligados a considerarlos como una energía, como una fuerza. La
indagación, el análisis, no podrá llegar a lo invisible, pero sí al límite
extremo de lo visible, es decir, a ese punto a cuyo otro lado está Dios.
Puestos ante esta “fuerza” que fue la Madre Cabrini,
preguntémonos cuáles fueron sus componentes.
“La Madre, pensando en los primeros años de su vida, no
tuvo jamás ocasión de manifestar remordimientos y duelos; puede decirse que
resumía la vida de la infancia diciendo que obedecía, callaba y observaba desde
el rincón en que trabajaba”[2].
Fue externamente, y hasta el final, tranquilísima. Nada en
sus andares, en su forma de hablar, en sus quehaceres, traicionaba prisa,
furia, ímpetu desordenado, impulsos instintivos, precipitación y transportes de
sentimientos imprevistos. Lo que parecía de niña, parecía de mayor. Fue ya
naturalmente tranquila. Obedecía, callaba, observaba, trabajaba.
Pero dentro de esa ceniza de quietud ardía un fuego que
poco después se esparcería por el mundo. El nacido en Sant’Angelo es por
naturaleza aventurero. Con su aspecto paciente, pacífico, plácido, apenas se
siente con algo de fuerza cuando abandona a su madre, la casa, Sant’Angelo, y
parte. Ni siquiera él sabe hacia dónde. Lo que le importa es partir. Hay quien
viaja para llegar, y quien lo hace para partir. Puede proporcionar placer
llegar a un sitio nuevo, pero un placer aún mayor puede nacer de abandonar un
sitio viejo. De gente de Sant’Angelo, me decía el párroco, está lleno el mundo.
Por todas partes se los encuentra: dicen allí que Cristobal Colón los halló en
América.
* * *
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