lunes, 29 de agosto de 2016

"Pensamientos y Propósitos" de Santa Francisca Javier Cabrini - 12


IMAGEN DE UN ALMA (9ª Parte)

Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”

Pocas almas en el mundo contemporáneo, absolutamente dominado por la velocidad mecánica, sintieron como la Beata la velocidad de Dios en las almas y en el mundo de la salvación; pocas padecieron lo mismo que ella esta fuga de nuestra vida y el rayo de la acción divina en nosotros.
El primer componente de la fuerza que fue la Madre es su divina inquietud, su perpetuo vivir sin sueño, ni cansancio, ni muerte.
Inquietud que no fue descontento, afán de aventuras, inspiración fantástica, sino meditada voluntad. Sometió su instinto natural a su voluntad, convertida en sobrenatural y concorde colaboradora de Dios.
Es su voluntad lo que preside su movimiento. La diferencia entre el hombre natural y el hombre sobrenatural está en que uno sigue la pendiente de sus instintos, y a éstos somete su voluntad, y el otro sube y remonta esta pendiente y los esclaviza a la voluntad, hecha régimen del hombre.
Conocemos por la historia a hombres de una voluntad formidable, pero que hicieron servir la voluntad a una pasión. La misma pasión agrandaba la voluntad, la quería fuerte. En los santos, la voluntad no es de la carne, y sólo es de Dios.
La voluntad de la Beata Cabrini merecería ser estudiada aparte. ¡Cuántos testimonios y pruebas tenemos de cómo sabía hacer de su fuerza un componente admirable, mejor, la soberana dirigente!
Para que su voluntad no se dispersase, la educó para obedecer. No hay ancla más firme que la que agarra a lo divino en el móvil mar de lo humano. La obediencia es esta ancla. Sin la obediencia, a un alma no le es posible ni el movimiento.
“¡Obediencia!, ¡oh, cara palabra!... ¡Obediencia!, palabra revelada, rayo de viva luz que desciende sobre nosotros desde el Padre de las luces, manifestación de la Divina voluntad por medio de sus representantes en la tierra. Quien sabe hacer la voluntad de Dios siente gran paz, gusta de un Paraíso anticipado en la propia alma”[1].
Ya de jovencísima, se hizo conducir sólo por la obediencia. En su labor fundacional, fundó la Congregación obedeciendo a su obispo. Como misionera, con una palabra del Papa cambió de rumbo, no dirigiéndose ya a China, sino hacia los Estados Unidos. Sus decisiones obedecían a su vocación, a la Iglesia, a Dios. Como superiora general de la Congregación, todas sus órdenes eran otras tantas obediencias al espíritu de la Congregación y de la Iglesia.
La obediencia ajustó y consolidó su voluntad. Pero a menudo, las voluntades fuertes se vuelven solitarias, autoritarias, arbitrarias, desdeñan de la compañía. La Madre Cabrini no quería su gloria, sino la de Dios. Comprendió que por sí sola habría realizado bien poco. Para que su voluntad no se empobreciese y no se volviese mezquina, creó el Instituto, aunó muchas otras voluntades educadas como la suya. Se rodeó, por así decir, de tantas madres Cabrinis como hijas. Este haz de voluntades concordes, dirigidas al mismo blanco, no habría sido fácil desatarlo, ni siquiera con su muerte. Más allá de la muerte estaría vivo, tal vez aún más vivo.
* * *


[1] Tra un’onda e l’altra, pág. 272.

No hay comentarios:

Publicar un comentario