Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”
Pocas almas en el mundo contemporáneo, absolutamente
dominado por la velocidad mecánica, sintieron como la Beata la velocidad de
Dios en las almas y en el mundo de la salvación; pocas padecieron lo mismo que
ella esta fuga de nuestra vida y el rayo de la acción divina en nosotros.
El primer componente de la fuerza que fue la Madre es su
divina inquietud, su perpetuo vivir sin sueño, ni cansancio, ni muerte.
Inquietud que no fue descontento, afán de aventuras,
inspiración fantástica, sino meditada voluntad. Sometió su instinto natural a
su voluntad, convertida en sobrenatural y concorde colaboradora de Dios.
Es su voluntad lo que preside su movimiento. La diferencia
entre el hombre natural y el hombre sobrenatural está en que uno sigue la
pendiente de sus instintos, y a éstos somete su voluntad, y el otro sube y
remonta esta pendiente y los esclaviza a la voluntad, hecha régimen del hombre.
Conocemos por la historia a hombres de una voluntad
formidable, pero que hicieron servir la voluntad a una pasión. La misma pasión
agrandaba la voluntad, la quería fuerte. En los santos, la voluntad no es de la
carne, y sólo es de Dios.
La voluntad de la Beata Cabrini merecería ser estudiada
aparte. ¡Cuántos testimonios y pruebas tenemos de cómo sabía hacer de su fuerza
un componente admirable, mejor, la soberana dirigente!
Para que su voluntad no se dispersase, la educó para obedecer. No hay ancla más firme que la
que agarra a lo divino en el móvil mar de lo humano. La obediencia es esta
ancla. Sin la obediencia, a un alma no le es posible ni el movimiento.
“¡Obediencia!, ¡oh, cara palabra!... ¡Obediencia!, palabra
revelada, rayo de viva luz que desciende sobre nosotros desde el Padre de las
luces, manifestación de la Divina voluntad por medio de sus representantes en
la tierra. Quien sabe hacer la voluntad de Dios siente gran paz, gusta de un
Paraíso anticipado en la propia alma”[1].
Ya de jovencísima, se hizo conducir sólo por la obediencia.
En su labor fundacional, fundó la Congregación obedeciendo a su obispo. Como
misionera, con una palabra del Papa cambió de rumbo, no dirigiéndose ya a
China, sino hacia los Estados Unidos. Sus decisiones obedecían a su vocación, a
la Iglesia, a Dios. Como superiora general de la Congregación, todas sus
órdenes eran otras tantas obediencias al espíritu de la Congregación y de la
Iglesia.
La obediencia ajustó y consolidó su voluntad. Pero a menudo,
las voluntades fuertes se vuelven solitarias, autoritarias, arbitrarias,
desdeñan de la compañía. La Madre Cabrini no quería su gloria, sino la de Dios.
Comprendió que por sí sola habría realizado bien poco. Para que su voluntad no
se empobreciese y no se volviese mezquina, creó el Instituto, aunó muchas otras
voluntades educadas como la suya. Se rodeó, por así decir, de tantas madres
Cabrinis como hijas. Este haz de voluntades concordes, dirigidas al mismo
blanco, no habría sido fácil desatarlo, ni siquiera con su muerte. Más allá de
la muerte estaría vivo, tal vez aún más vivo.
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