IMAGEN DE UN ALMA (5ª Parte)
Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”
Todos, todos los testimonios concuerdan en afirmar su
repugnancia invencible a hablar de sí, de su Gracia, de sus Gracias. Todos
están de acuerdo en que no era alma de dones corrientes.
“Una vez, creyendo que se sentía mal, le llevé un vaso de
agua y tuve que llamarla dos o tres veces y sacudirla un poco también, y ni
siquiera se dio cuenta de mi presencia. Permanecí al lado suyo de rodillas,
impresionada de verla con el rostro radiante, las manos juntas y los ojos fijos
en el Sagrario. Al cabo de quince minutos largos, se dio cuenta de mi
presencia, y diciéndole yo que le había llevado un poco de agua porque tal vez
se sentía mal, me respondió: ‘¿Qué es lo que dices, hijita? Estoy preparándome
para recibir a Jesús; prepárate tú también’. Fue la noche del 25 de diciembre
de 1903 cuando me fue dado observar el hecho referido. Aquella mañana me hizo
dejar el sitio al lado suyo y me puso en el banco delante de ella, creo que
para que no la viese en su éxtasis de amor a Jesús”[1].
Tampoco nos pueden ayudar sus confesores. Ninguno la siguió
de modo que pudiese obligarla a escribir.
“A los quince años sintió la necesidad de una dirección más
fuerte y eligió por profesor al párroco don Bassano Dedè. Comprendió éste que
tenía que habérselas con un alma puesta de modo especial bajo la dirección del
Espíritu Santo, y a las confidencias que la jovencita le hacía solía responder:
‘Ve a contárselo a Jesús’. Ella obedecía, y decía más tarde que le estaba muy
reconocida a aquel confesor por haberle enseñado un método que le había dado
una gran tranquilidad de espíritu, especialmente en su vida misionera y de
continuos viajes, que habrían hecho no demasiado fácil una dirección espiritual
continuada”[2].
La vida errabunda que llevó no permitió, además, que se
diese en su alma esa falta de precipitación, por decirlo así, que permite
escribir lo que se contempla o hablar de ello. Le faltó siempre el otium de lo contemplativos. Oró, pero
nada más levantarse de la oración, actuaba. La oración se desarrollaba en los
hechos, no en las palabras. Por eso tuvo siempre un sutil fastidio por la
publicidad. “Decía: ‘Dejad que las obras hablen por sí mismas”[3].
Para cortar de raíz la vanagloria, no quiso ni siquiera tener demasiados
cálculos ni demasiadas estadísticas. “Sé que a su muerte –escribe una testigo–
dejó 67 casas, que contamos nosotras, pues la Madre no contaba ni el número de
las religiosas ni el de las casas”[4].
Con tanto descuido de los datos estadísticos, imaginémonos
si era mujer para ponerse a mirar en el espejo de la psicología, ni siquiera en
el de la psicología religiosa. No tuvo el don, tan caro a los lectores y a los
artistas, de la interpretación del propio ánimo y del ánimo de los demás en
espléndidas representaciones y en expresiones fulgurantes, al modo de Santa
Teresa y de Santa Catalina. Lo tuvo, pero excepcionalmente, no de continuo,
poderosísimamente, como una vocación y un destino. San Agustín era,
literalmente, el náufrago del pensamiento que le nacía fragoroso (y silencioso)
en la mens, y le sumergía y absorbía
como entre remolinos y olas, de los que se salvaba con las brazadas fatigadas
(e inmensas) de su retórica.
En compensación, la Madre Cabrini tuvo el don de decir todo
de inmediato.
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