Prefacio a la selección antológica hecha por Giuseppe De Luca de escritos de la Madre Cabrini y
publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”
publicada en 1938 con el título “Palabras sueltas”
Jesús había fundado el Instituto, Jesús lo gobernaba, Jesús
lo difundía. Jesús, Jesús, Jesús, siempre resuena Jesús en sus páginas, como
resonaba en su alma enamorada. Se ha echado la cuenta de las veces que San
Pablo nombra a Jesús; esta divina obsesión de Jesús es el secreto del poder y
de la confianza de Pablo. “Vivo, pero no yo; vive Cristo en mí”. De este temple
era la Beata Cabrini: vivía, pero no vivía ella: vivía Jesús en ella.
He aquí el premio del amor que lleva a Jesús: una desmesurada
confianza en Él; su presencia en el alma amante; su omnipresencia, que oscurece
cualquier otra presencia, hasta la del alma.
La Beata Cabrini no se sintió a sí misma más que como
pecadora. Sus pecados eran no nuestros grandes pecados, que a ella le habrían
parecido inconmensurables traiciones y delitos, sino su infidelidad, sus
fallos, la insuficiencia de su amor de Cristo. Se sentía como un grumo de
materia y de sombra en la gran luz de Cristo; un pequeño ser ininflamable e
irresoluble en el gran fuego; un punto de peso, de resistencia, casi de
rebelión. Más se daba, y siempre quedaba algo por dar: le parecía que su amor
propio no estaba nunca domado de pleno, siempre allí, agazapado, siempre
dispuesto a lanzarse contra el Amor. Y se volvía hacia este amor propio como
contra el peor enemigo del Amor cada vez que tornaba a estudiarse en los retiros,
en los ejercicios, en las meditaciones.
No ya tristeza ni fastidio de sí, ni siquiera confianza
sentía hacia sí. La tristeza y el fastidio de sí son amor propio. No hacía de
su humanidad como una persona trágica, de inmensa infelicidad: no actuaba, no
se dirigía a sí misma como una actriz que de su culpa representada hace su
gloria.
Hoy los escritores más grandes (y más alejados de Dios) son
grandes por haber sabido dar a nuestra humanidad un aura de dolorosa actriz, en
medio de lo creado, desesperada de su inútil dolor. Casi reprochan a Dios tanta
tristeza de los hombres, su pecado, su miseria incurable, su muerte.
Pero estos escritores no conocen a Dios y no lo aman. La
Beata Cabrini lo hacía bastante mejor que ellos. No se dolía de ser mísera, no
sentía celos de Dios, no quería ser Dios contra Dios. Vivía de la gloria de Él,
como una esposa. Y por amor de la gloria de Dios tenía alegría, no despecho, de
ser pobre, enferma, inútil, pecadora.
De aquí la indecible ternura de Jesús. Aunque se
contuviese, se le escapan expresiones reveladoras: “Vuestro nombre, ¡oh Jesús!,
no es un nombre vano, sino un nombre seguro”[1].
En este grito está toda la alegría del amor inmenso, que sabe que no se pierde,
sabe darse a Alguien que es “seguro”.
Amaba vivir “en gran recogimiento, en profundo silencio de
noche tranquila”[2].
Jesús era su alimento, vivía de Jesús. “Tan suavemente y
fuertemente me sacia”[3],
decía de Jesús, que la ajustaba y desordenaba. “Jesús, este sol divino”, dice
en un punto en el que también habla con una audacia de expresión nueva de
“plegaria de intelectuales”[4].
En realidad, nos vemos obligados a renunciar a cualquier
indagación o intento de indagación acerca de su vida mística. “Envuelta,
consumida por tu santo Amor, Jesús”[5]:
este compromiso, esta consumación, permanecen y permanecerán siempre ignorados
por nosotros.
* * *
[1] Esta obra, pág. 151.
[2] Ibíd., pág. 149.
[3] Ibíd., pág. 151.
[4] Tra un’onda e l’altra, o. c., pág. 275.
[5] Esta
obra, pág. 152.
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