jueves, 13 de junio de 2019

La monja de la maleta




La monja de la maleta
Lucetta Scaraffia

Su símbolo sería una maleta lo saben bien las Hermanas del Instituto fundado por ella hace apenas 137 años, y que han expuesto su maleta de cuero, gastada por mil viajes, en el museo que le han dedicado en la casa Madre de Codogno.


Porque son muchos los viajes que hizo esta mujer lombarda, frágil pero decidida, dedicando su vida a ayudar a los inmigrantes italianos que en esos años viajaban llenos de esperanza a las Américas.

Francisca Cabrini había recibido esa misión del Papa León XIII, y para realizarla se hizo una migrante entre los migrantes. Partió de El Havre (Francia) con siete Hermanas en 1889 -ella que no conocía el mar, como la mayoría de las mujeres y hombres amontonados en tercera clase- y ya durante la travesía comenzó a darse cuenta de las terribles condiciones en las que vivían los emigrantes. Al igual que ellos, pensaba encontrar un alojamiento cómodo y una ayuda al llegar a Nueva York, pero le esperaba una amarga decepción.

Los padres Scalabrinianos que la esperaban al llegar, comenzaron diciendo que no la esperaban tan pronto y que su alojamiento todavía no estaba preparado. Al día siguiente, después de haber descansado en condiciones insalubres en una posada, llevada ante el arzobispo Corrigan, se encontró con que la situación era aún peor: el Prelado les ordenó regresar en el mismo barco, porque los católicos irlandeses, a los que el pertenecía, no querían con ellos a monjas italianas.

Los irlandeses, de hecho, establecidos ya en América durante décadas, rechazaban la llegada de otros católicos pobres, sucios, ignorantes, como los inmigrantes italianos. Tampoco les permitían entrar en sus iglesias.

Esta experiencia sólo sirvió para confirmar aún más a Francisca Cabrini cuánto se necesitaba su presencia. Ella, sin protección y sin saber una palabra de inglés, se puso inmediatamente a trabajar para encontrar una casa digna, benefactores ricos que financiasen sus escuelas y sus orfanatos, aunque para ello tuviera que superar un muro de dificultades. Nada le era favorable, todo parecía conspirar contra su proyecto: pero en las dificultades y en las desilusiones, no veía obstáculos, sino pruebas espirituales para purificar sus intenciones y para poner unos cimientos más sólidos a su obra.


“Habían oído -escriben las hermanas en sus memorias- observaciones y opiniones que, de haberles hecho caso, habrían destruido la obra y, en general, la idea de hacer el bien a los pobres italianos. También se oía hablar del odio que se tiene aquí a los italianos y a sus escuelas, las grandes dificultades que habría que vencer… Si la reverenda Madre General hubiese sido una mujer de espíritu débil, ciertamente habría podido renunciar a todo y marcharse de inmediato”. Por su parte, Cabrini escribió: “Aquí no soportan ver a los italianos”. Pero, pasara lo que pasara, Francisca estaba segura de que, confiando plenamente en el Corazón de Jesús, en el momento adecuado no faltarían los resultados positivos: enseñaba a las Hermanas que “una misión irá muy bien cuando encuentra tanta oposición”.
Se movió en dos direcciones: por un lado, visitar a los pobres y comprender sus necesidades; por otro tratar de conocer a la sociedad estadounidense mediante reuniones específicas. Aquí nacieron sus grandes amores: los pobres italianos ignorantes y humillados, sin protección y sin ayuda; y también los Estados Unidos, un país al que enseguida vio lleno de perspectivas de realización, de apertura a los que llegaban. Por su actitud franca, porque iba directa a lo esencial, por su concreción, se hizo amar muy pronto por los estadounidenses. El camino para la redención de los inmigrantes italianos estaba claro: transformar un ejército de italianos ignorantes y pobres en estimados ciudadanos americanos. Así logró convertir a enemigos –como el arzobispo Corrigan- en benefactores, que la ayudaron en la construcción de los primeros orfanatos y de las primeras escuelas.

Francisca, de hecho, no buscaba la caridad, sino que sabía implicar a sus interlocutores proponiendo inversiones en obras de asistencia que, gracias a su habilidad como administradora, se convertirían en prósperas instituciones. El dinero se da más a gusto a quienes demuestran que saben usarlo bien. Sus obras, que unían siempre la dimensión caritativa y los servicios de pago, se gestionaban como empresas, y por tanto, con seguridad, obtendrían un beneficio que se invertiría inmediatamente en otras fundaciones.

Este tipo de integración en la sociedad americana -al principio casi no tenía cobertura institucional ni dinero-, era muy similar al que vivían los inmigrantes, y esta experiencia fue muy valiosa en el descubrimiento de estrategias para ayudarlos. Como revelan las palabras declaradas en una entrevista al diario “The Sun” unos pocos meses después de su llegada: “Nuestro objetivo es sacar a los huérfanos italianos de la miseria y de los peligros que les amenazan en la ciudad y hacer de ellos hombres buenos”.

Efectivamente, Madre Cabrini elaboró un modelo de integración para los inmigrantes -un modelo que seguirán ella misma y, por supuesto, sus Hermanas. En 1909 obtendrá la ciudadanía estadounidense. La nueva identidad estadounidense podía coexistir con la italiana originaria gracias a su pertenencia a la religión católica. Sólo la universalidad del catolicismo, según ella, garantizaba la continuidad entre la situación de partida y la de llegada.

Aunque la vida para los italianos y para los católicos en general, era bastante dura, Francisca aprovechó en el nuevo mundo las posibilidades reales de afirmación e integración, vio el lado positivo de la libertad y cómo la coexistencia de diferentes religiones garantizaba una tolerancia que Europa, enferma de intolerancia anticlerical, ya no aseguraba. De cada casa fundada por ella, partía una red de iniciativas hacia el barrio, que incluía la escuela parroquial y la visita a las familias. Las Hermanas no sólo llevaban comida y ropa a los más necesitados, sino que también animaban a bautizar a los niños, a regularizar los matrimonios en la iglesia y a la vuelta a la práctica de la religión católica.

Los inmigrantes en dificultades sabían que podían contactar con el convento para solicitar ayuda, sabían que las Hermanas ayudaban a los desempleados a encontrar un trabajo, acogían a los niños sin familia y aseguraban la asistencia jurídica a las familias pobres que lo necesitaban. Si era necesario también ayudaban a los que deseaban ser repatriados. En cada escuela había una secretaría que ayudaba a los inmigrantes a escribir a casa, a hacer los trámites burocráticos, a contactar con las instituciones del país de origen. El modo de intervención cambiaba según las necesidades y características del lugar de asentamiento. En Nueva Orleans, por ejemplo, donde un duro episodio de violencia había generado una ola de espíritu anti-italiano, la Madre logró recuperar la estima y la admiración de los ciudadanos amantes de la música, haciendo cantar Verdi durante una procesión.


Su estrategia era utilizar el italiano con los inmigrantes: en italiano eran los servicios religiosos y las representaciones teatrales en las escuelas; italiano era también el personal de los hospitales y, en parte, la enseñanza en las escuelas. Pero su constante preocupación era asegurar en cada escuela una buena enseñanza en el idioma local para facilitar la inserción.
Las religiosas cuidaban también a los presos, el grupo más desgraciado de los inmigrantes italianos: “Era una escena conmovedora ver a más de un centenar de hombres, rotos por todos los vicios, pendientes como niños de la boca de una monja humilde, para aprender lo que quizá nunca habían conocido, plantear objeciones y preguntar para comprender mejor y saber más”, escribió una cabriniana.

Ya fueran minas o cárceles, Madre Cabrini no tenía miedo de enviar a sus Hermanas -armadas sólo con su caridad- a lugares terribles donde pocas mujeres se atrevían a entrar. El hábito religioso no siempre era una defensa, pero conseguían ser aceptadas por estos desgraciados dirigiéndose a ellos en italiano, con dulzura y mostrando, con sencillez y paciencia, un sincero interés por sus almas. Para muchos mineros o presos, la voz de las Hermanas y su sonrisa eran el primer contacto humano después de meses de trabajo y humillaciones, de aislamiento y desesperación. Su objetivo era dar dignidad y esperanza también a esos grupos marginales de desesperados para quienes la emigración había sido un fracaso.

En algunos casos las cabrinianas lograron también obtener la revisión de los procesos con resultados favorables para los condenados, penalizados por el desconocimiento de la lengua inglesa que no les permitía defenderse. Para abrir una escuela, un orfanato o un hospital destinados a los inmigrantes, Madre Cabrini siempre elegía lugares bellos, edificios amplios y luminosos, al ser posible rodeados de amplios espacios verdes. Así, los últimos se convertían en los primeros. Pero también de esta manera quería disipar las voces negativas que pesaban sobre la comunidad italiana y la hacían poco aceptada y poco valorada por los otros grupos étnicos, especialmente por los irlandeses. Los hermosos edificios, el estilo con el que preparaban las fiestas de inauguración a las que invitaba a las autoridades religiosas y civiles para degustar especialidades italianas y escuchar música lírica, contribuyeron no sólo a reforzar su fama de valiosa mujer emprendedora, sino también a mejorar la imagen de los italianos.

A menudo, en la preparación de los edificios para la nueva función asistencial tenía que luchar con barrios enteros que no querían que, una institución dedicada a los inmigrantes italianos, provocara el descenso del valor inmobiliario de las casas. En Chicago para obligarla a cambiar de opinión, sabotearon el hospital en construcción; pero Francisca no renunció a su proyecto, de hecho, decidió ingresar de inmediato a los enfermos: “No creo que nuestros enemigos quieran llegar al punto de quemar vivos a los enfermos”. Y los hechos le dieron la razón. En Seattle venció todas las dificultades que se le interpusieron y logró transformar un hotel de lujo en un bellísimo hospital.


Los movimientos migratorios en tiempo de Madre Cabrini se referían principalmente a los europeos más pobres que iban a América. En la actualidad, la participación de todos los países del tercer mundo ha convertido a Europa de punto de partida en tierra de llegada. Pero Francisca Cabrini ya había encontrado en el migrante al hombre nuevo: sin raíces, sin afiliaciones religiosas o de patria, que tiene que construir su propia identidad y su propia vida. La emigración se ha convertido en el problema de nuestro tiempo, y por esta razón la Santa, muerta hace cien años en 1917 en Chicago, es hoy más actual y más relevante que nunca.




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