La monja de la maleta
Lucetta Scaraffia
Su símbolo sería una maleta lo saben bien las Hermanas
del Instituto fundado por ella hace apenas 137 años, y que han expuesto su
maleta de cuero, gastada por mil viajes, en el museo que le han dedicado en la casa
Madre de Codogno.
Porque son muchos los viajes que hizo
esta mujer lombarda, frágil pero decidida, dedicando su vida a ayudar a los
inmigrantes italianos que en esos años viajaban llenos de esperanza a las
Américas.
Francisca Cabrini había recibido esa misión
del Papa León XIII, y para realizarla se hizo una migrante entre los migrantes.
Partió de El Havre (Francia) con siete Hermanas en 1889 -ella que no conocía el
mar, como la mayoría de las mujeres y hombres amontonados en tercera clase- y
ya durante la travesía comenzó a darse cuenta de las terribles condiciones en
las que vivían los emigrantes. Al igual que ellos, pensaba encontrar un
alojamiento cómodo y una ayuda al llegar a Nueva York, pero le esperaba una
amarga decepción.
Los padres Scalabrinianos que la
esperaban al llegar, comenzaron diciendo que no la esperaban tan pronto y que
su alojamiento todavía no estaba preparado. Al día siguiente, después de haber
descansado en condiciones insalubres en una posada, llevada ante el arzobispo
Corrigan, se encontró con que la situación era aún peor: el Prelado les ordenó
regresar en el mismo barco, porque los católicos irlandeses, a los que el
pertenecía, no querían con ellos a monjas italianas.
Los irlandeses, de hecho, establecidos ya
en América durante décadas, rechazaban la llegada de otros católicos pobres,
sucios, ignorantes, como los inmigrantes italianos. Tampoco les permitían
entrar en sus iglesias.
Esta experiencia sólo sirvió para
confirmar aún más a Francisca Cabrini cuánto se necesitaba su presencia. Ella,
sin protección y sin saber una palabra de inglés, se puso inmediatamente a
trabajar para encontrar una casa digna, benefactores ricos que financiasen sus
escuelas y sus orfanatos, aunque para ello tuviera que superar un muro de
dificultades. Nada le era favorable, todo parecía conspirar contra su proyecto:
pero en las dificultades y en las desilusiones, no veía obstáculos, sino
pruebas espirituales para purificar sus intenciones y para poner unos cimientos
más sólidos a su obra.
“Habían oído -escriben las hermanas en
sus memorias- observaciones y opiniones que, de haberles hecho caso, habrían
destruido la obra y, en general, la idea de hacer el bien a los pobres italianos.
También se oía hablar del odio que se tiene aquí a los italianos y a sus
escuelas, las grandes dificultades que habría que vencer… Si la reverenda Madre
General hubiese sido una mujer de espíritu débil, ciertamente habría podido
renunciar a todo y marcharse de inmediato”. Por su parte, Cabrini escribió: “Aquí
no soportan ver a los italianos”. Pero, pasara lo que pasara, Francisca estaba
segura de que, confiando plenamente en el Corazón de Jesús, en el momento
adecuado no faltarían los resultados positivos: enseñaba a las Hermanas que
“una misión irá muy bien cuando encuentra tanta oposición”.
Se movió en dos direcciones: por un lado,
visitar a los pobres y comprender sus necesidades; por otro tratar de conocer a
la sociedad estadounidense mediante reuniones específicas. Aquí nacieron sus
grandes amores: los pobres italianos ignorantes y humillados, sin protección y
sin ayuda; y también los Estados Unidos, un país al que enseguida vio lleno de
perspectivas de realización, de apertura a los que llegaban. Por su actitud
franca, porque iba directa a lo esencial, por su concreción, se hizo amar muy
pronto por los estadounidenses. El camino para la redención de los inmigrantes
italianos estaba claro: transformar un ejército de italianos ignorantes y
pobres en estimados ciudadanos americanos. Así logró convertir a enemigos –como
el arzobispo Corrigan- en benefactores, que la ayudaron en la construcción de
los primeros orfanatos y de las primeras escuelas.
Francisca, de hecho, no buscaba la
caridad, sino que sabía implicar a sus interlocutores proponiendo inversiones en
obras de asistencia que, gracias a su habilidad como administradora, se
convertirían en prósperas instituciones. El dinero se da más a gusto a quienes
demuestran que saben usarlo bien. Sus obras, que unían siempre la dimensión
caritativa y los servicios de pago, se gestionaban como empresas, y por tanto,
con seguridad, obtendrían un beneficio que se invertiría inmediatamente en
otras fundaciones.
Este tipo de integración en la sociedad
americana -al principio casi no tenía cobertura institucional ni dinero-, era
muy similar al que vivían los inmigrantes, y esta experiencia fue muy valiosa
en el descubrimiento de estrategias para ayudarlos. Como revelan las palabras
declaradas en una entrevista al diario “The Sun” unos pocos meses después de su
llegada: “Nuestro objetivo es sacar a los huérfanos italianos de la miseria y
de los peligros que les amenazan en la ciudad y hacer de ellos hombres buenos”.
Efectivamente, Madre Cabrini elaboró un
modelo de integración para los inmigrantes -un modelo que seguirán ella misma
y, por supuesto, sus Hermanas. En 1909 obtendrá la ciudadanía estadounidense. La
nueva identidad estadounidense podía coexistir con la italiana originaria
gracias a su pertenencia a la religión católica. Sólo la universalidad del
catolicismo, según ella, garantizaba la continuidad entre la situación de
partida y la de llegada.
Aunque la vida para los italianos y para
los católicos en general, era bastante dura, Francisca aprovechó en el nuevo
mundo las posibilidades reales de afirmación e integración, vio el lado
positivo de la libertad y cómo la coexistencia de diferentes religiones
garantizaba una tolerancia que Europa, enferma de intolerancia anticlerical, ya
no aseguraba. De cada casa fundada por ella, partía una red de iniciativas
hacia el barrio, que incluía la escuela parroquial y la visita a las familias.
Las Hermanas no sólo llevaban comida y ropa a los más necesitados, sino que
también animaban a bautizar a los niños, a regularizar los matrimonios en la
iglesia y a la vuelta a la práctica de la religión católica.
Los inmigrantes en dificultades sabían
que podían contactar con el convento para solicitar ayuda, sabían que las Hermanas
ayudaban a los desempleados a encontrar un trabajo, acogían a los niños sin familia
y aseguraban la asistencia jurídica a las familias pobres que lo necesitaban. Si
era necesario también ayudaban a los que deseaban ser repatriados. En cada
escuela había una secretaría que ayudaba a los inmigrantes a escribir a casa, a
hacer los trámites burocráticos, a contactar con las instituciones del país de
origen. El modo de intervención cambiaba según las necesidades y
características del lugar de asentamiento. En Nueva Orleans, por ejemplo, donde
un duro episodio de violencia había generado una ola de espíritu anti-italiano,
la Madre logró recuperar la estima y la admiración de los ciudadanos amantes de
la música, haciendo cantar Verdi durante una procesión.
Su estrategia era utilizar el italiano
con los inmigrantes: en italiano eran los servicios religiosos y las
representaciones teatrales en las escuelas; italiano era también el personal de
los hospitales y, en parte, la enseñanza en las escuelas. Pero su constante
preocupación era asegurar en cada escuela una buena enseñanza en el idioma local
para facilitar la inserción.
Las religiosas cuidaban también a los
presos, el grupo más desgraciado de los inmigrantes italianos: “Era una escena
conmovedora ver a más de un centenar de hombres, rotos por todos los vicios,
pendientes como niños de la boca de una monja humilde, para aprender lo que quizá
nunca habían conocido, plantear objeciones y preguntar para comprender mejor y
saber más”, escribió una cabriniana.
Ya fueran minas o cárceles, Madre Cabrini
no tenía miedo de enviar a sus Hermanas -armadas sólo con su caridad- a lugares
terribles donde pocas mujeres se atrevían a entrar. El hábito religioso no
siempre era una defensa, pero conseguían ser aceptadas por estos desgraciados
dirigiéndose a ellos en italiano, con dulzura y mostrando, con sencillez y
paciencia, un sincero interés por sus almas. Para muchos mineros o presos, la
voz de las Hermanas y su sonrisa eran el primer contacto humano después de
meses de trabajo y humillaciones, de aislamiento y desesperación. Su objetivo
era dar dignidad y esperanza también a esos grupos marginales de desesperados
para quienes la emigración había sido un fracaso.
A menudo, en la preparación de los
edificios para la nueva función asistencial tenía que luchar con barrios
enteros que no querían que, una institución dedicada a los inmigrantes
italianos, provocara el descenso del valor inmobiliario de las casas. En
Chicago para obligarla a cambiar de opinión, sabotearon el hospital en
construcción; pero Francisca no renunció a su proyecto, de hecho, decidió
ingresar de inmediato a los enfermos: “No creo que nuestros enemigos quieran
llegar al punto de quemar vivos a los enfermos”. Y los hechos le dieron la
razón. En Seattle venció todas las dificultades que se le interpusieron y logró
transformar un hotel de lujo en un bellísimo hospital.
Los movimientos migratorios en tiempo de Madre Cabrini se referían principalmente a los europeos más pobres que iban a América. En la actualidad, la participación de todos los países del tercer mundo ha convertido a Europa de punto de partida en tierra de llegada. Pero Francisca Cabrini ya había encontrado en el migrante al hombre nuevo: sin raíces, sin afiliaciones religiosas o de patria, que tiene que construir su propia identidad y su propia vida. La emigración se ha convertido en el problema de nuestro tiempo, y por esta razón la Santa, muerta hace cien años en 1917 en Chicago, es hoy más actual y más relevante que nunca.
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