Santa Francisca Cabrini
un mensaje de profunda espiritualidad
Antonella Lumini
Un siglo después de su muerte, la
comparación con una figura como la de Francisca Cabrini produce una especie de
malestar, mayor aún si nos preguntamos qué tenemos que hacer en un mundo como
el actual. ¿Cómo ir adelante? ¿cómo extraer de esta experiencia tan poderosa
inspiraciones válidas para la realidad actual?
Es esencial profundizar en sus
escritos, depositarios de lo que estaba detrás de su obra, las huellas vivas de
todos los aspectos internos que sostuvieron su intenso camino de fe. Giuseppe
De Luca observa: “La beata Cabrini fue,
esencialmente, alma silenciosa. Habló en la medida en que la acción real lo requería,
es decir, muy poco, entre los pocos [...] calló y actuó”[1]. Como
documentan María Regina Canale, Lucetta Scaraffia y María Barbagallo, autoras
de sus principales biografías, la vida activa de la Santa está profundamente
arraigada en su vida espiritual y de forma absolutamente inseparable.
Reconstruir la historia significa
al mismo tiempo intentar trazar el intenso itinerario interior, indagando en la
gran cantidad de páginas constituidas por las 2056 cartas que forman el Epistolario, las Memorias de la Fundación, las Strenne
(publicaciones editadas a principios de diciembre); en los relatos de los
viajes, escritos dirigidos a sus hijas, verdaderos cuadernos de bitácora que
testimonian la riqueza de lo que puede, a todos los efectos, definirse como una
experiencia mística; o bien los Pensamientos
y propósitos, destinados a ella misma y nunca pensados para un público más
amplio.
Lo extraordinario de su obra
radica en su vida interior, se comprueba una vez más que, detrás de cada vida
activa intensa, se esconde siempre una vida contemplativa igualmente intensa.
Son dos planos, inseparablemente unidos, los que le permiten a la Santa superar
los obstáculos, conflictos, peligros, encontrando en cada momento un nuevo
equilibrio capaz de darle la fuerza para volver a comenzar. No se planteaba, en
absoluto, renunciar para protegerse a sí misma; sino que lo normal era
consumirse sin medida en las situaciones que se presentaban y que exigían
respuestas. Ciertamente, no se trataba de activismo o eficientismo, sino de
pura obediencia a una orden superior.
Su actuar “ardientemente y
velozmente” brota de la liberación de todo apego y de una obediencia absoluta a
la voluntad divina que le permite obrar como volando. La Madre Cabrini resume
este estado interior con la famosa frase “liberados
y poneos las alas”[2].
Explicará que las dos alas que permiten a la hermana misionera volar “al monte sagrado de la perfección” son
la humildad y la sencillez.
La voluntad divina es el orden
inherente a la creación misma, el orden del amor. Penetra en la corriente de la
fuerza creadora, en la onda de lo maravilloso donde todo es un milagro. Pide,
por tanto, la sencillez y la humildad de la inocencia creatural. Pide que no
nos detengan las resistencias y las complicaciones, es decir, los repliegues
del amor propio que esclavizan y ralentizan el camino de la sanación y
liberación. Como sabemos, la espiritualidad de la Santa está incardinada en la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús; pero, como señala Lucetta Scaraffia, va
más allá de la relación basada principalmente en el celo. El Sagrado Corazón se
convierte en “un instrumento de
meditación, un camino místico hacia la santidad. [...] se convierte para ella en una especie de lugar místico, de celda
monástica móvil, en la que retirarse para sacar fuerza y coraje”[3].
Reinterpreta la devoción que
implica la distancia del objeto amado, en una relación dinámica que tiende a la
fusión: “El amor de Dios triunfa, sobre
todo es un fuego que asume al objeto y lo convierte en fuego”[4].
A través del Sagrado Corazón, establece
una relación íntima con Jesús, siempre presente en su celda interior. Sor María
Barbagallo deja claro el valor simbólico del corazón como centro, “fuente de la que irradia la energía[5]”
que, en su dimensión cósmica se convierte en “el Principio”[6].
Madre Cabrini capta
explícitamente este significado: “Procurad
mantener vuestro espíritu fijo en Dios, y haced cuanto esté en vuestra mano,
que vuestro corazón esté centrado en Él[7]”. Y aún
más: “Procuraré tener continuamente los
ojos fijos en la presencia de Dios y mi corazón hará cuanto pueda, para
perderse en ese océano de amor como en su centro”[8]. La unión
íntima de su corazón con el Sagrado Corazón de Jesús opera la transformación
salvífica y redentora, purificando todas las distorsiones por el contacto con
la fuerza del divino amor: “Oh adorable
Corazón de mi Jesús, [...] eres el
horno ardiente del Divino Amor y por eso te suplico humilde y ardientemente,
que quemes todas las imperfecciones y miserias que me hacen indigna de
ofrecerme como holocausto para tu amor”[9].
La unión mística pasa por este
único centro que funde el corazón humano en el corazón divino de Jesús sumergiéndolo
en el ardor del amor que santifica la humanidad de la criatura ofrecida, liberada
de toda resistencia. Esta acción santificante, que se activa en la humanidad
desnuda de cuantos se ofrecen, se convierte a su vez, en redentora porque se
transforma en instrumento del amor divino, fuente de calidad que se derrama
sobre todos los seres humanos: “El que no
es santo, nunca santificará a
nadie. Quien sea santo embalsamará el aire a su alrededor, y todos los que se
acerquen, sentirán el aliento de algo que santifica”[10]. Por eso, como subraya
también la madre Barbagallo, “otra
simbología que surge del Sagrado Corazón es la de los ríos de agua viva[11]”. El corazón traspasado
se convierte en la imagen más elocuente de la misericordia. La divina humanidad
de Jesús, por este acto de amor absoluto que ofrece todo, hasta la esencia
contenida en el corazón, revela al mundo el amor infinito del Padre. El corazón
traspasado del Hijo, del que fluyen el agua y la sangre, se convierte en
manifestación cósmica de la fuente inagotable de la que brota la vida. En este
acto absoluto de amor, la humanidad del Hijo da rienda suelta a toda la
potencia del amor divino del Padre que, a través de esa transfixión, se derrama
sobre todo el género humano siendo fecunda en los corazones de cuantos se abren
y confían.
Es evidente que Madre Cabrini vivió
esta experiencia. El rasgo originario que caracteriza su vida interior es, así,
la experiencia mística. El contacto directo con la vida del Espíritu Santo le
permite entregarse y abandonarse incondicionalmente: “Los misterios inefables que el Espíritu Santo obra en nuestras almas,
nos están completamente ocultos, ya que son operaciones divinas impenetrables
para el ojo humano y, a menudo, también para los de los ángeles. [...] El Espíritu Santo es un sol, cuya luz se refleja
en las almas justas, es un océano sin fondo, sin orilla, cuyas aguas son
hermosas, brillantes, cristalinas, vitales, y se difunde continua y
abundantemente en las almas que por su parte no ponen obstáculos, no
contradicen al Espíritu Paráclito”[12].
La realidad de una fuerte vida
interior se revela en Francisca desde niña y la forja en lo profundo madurando
a través de las vicisitudes de una vida fuertemente probada. La sostiene la
vida familiar, firme en la fe, que la educa en el amor desde la primera
infancia. Señala María Regina Canale: “Es
evidente que la acción misteriosa de la gracia se insertó en las disposiciones
naturales de la niña y potenció su sensibilidad, ya orientada por los ejemplos
familiares, y la guió a sentir las mociones del Espíritu en la búsqueda de Dios”[13]. Pero influye también el
sufrimiento por su mala salud, que pronto se convertirá en un sufrimiento
interior, en la medida que Francisca siente la imposibilidad de realizar su
sueño de vida misionera y luego también de vida religiosa. Los rechazos
recibidos, teniendo en cuenta su especial sensibilidad hacia el misterio, se
graban profundamente en ella en largos años de oscuridad, forjando su estructura
interior y purificándola de cualquier sentimentalismo derivado del amor propio.
Scaraffia observa: “Su verdadero destino se abrió luego a través
de continuas dificultades y decepciones que hicieron de esta primera parte de
su vida una especie de preparación y purificación, antes del gran salto hacia
su Instituto con todas sus Misioneras”[14]. Había aprendido de los
acontecimientos de la vida a no quejarse por el sufrimiento, soportándolo todo
con paciencia y fortaleza. Así creció en ella la vida del Espíritu. A Sor Saverio
de María le contó que lo experimentó por primera vez el día de la Confirmación:
“¡Noté al Espíritu Santo descender sobre
mí! - Entonces le pregunté: - ¿Qué sentiste? - Y ella contestó: - No sé, no lo
puedo explicar, pero lo sentí”[15].
La efusión del espíritu la abre a la
experiencia mística. Relata también otro suceso ocurrido
el día de su profesión
religiosa: “Nuestra alma se llenó de dones
y recibió un nuevo bautismo todo de fuego divino. La alegría del espíritu
Santo, que ya nos había alegrado abundantemente en el hermoso día de la
Confirmación, se derramó generosamente para llenar de júbilo celestial nuestro
corazón”[16].
Cuando la vida del Espíritu obra en la humanidad desnuda, conforma las acciones
a la medida creadora del Verbo volviéndola también creadora. Así se transforman
las vidas personales de los individuos y, por ellos, el destino de los pueblos.
“Nuestro espíritu sea puro, desinteresado,
humilde, dócil, y así veréis qué hermosas son las acciones del Espíritu Divino
en nuestros corazones. Es una obra que provoca éxtasis de admiración incluso a
las inteligencias angélicas. Es una obra digna de la sabiduría y de la bondad
infinita de Dios; este Espíritu obra, ora, lucha con nosotros, nos ilumina, nos
instruye, nos anima, nos conforta con sus luces abundantes y eternas, con sus mociones
e impulsos hacia toda su obra santa”[17].
En conclusión, de este camino
trazado por la Patrona de los Emigrantes, se puede afirmar que la misión, tal
vez hoy más que nunca, nos pide encarnar la llamada del Espíritu y luego, ante
todo, ponerse a la escucha. El Espíritu Santo habla en el silencio. Entrar en
la celda interior es cada vez más necesario para oír la voz. Y esta voz habla
en los corazones de los que se preparan para abrirse al amor encarnado de la divina
humanidad de Jesús. Cultivar el silencio y la escucha interior abre a la
experiencia mística, que no es sólo exclusiva de figuras extraordinarias, sino
la vía directa ofrecida en el Evangelio para los que siguen los pasos del único
Maestro y acogen el don de su Santo Espíritu. Cada creyente es en sí mismo un misionero
si acoge en silencio la voz del Espíritu y va, en pura obediencia, donde siente
que se le envía. Esta es la enseñanza de Santa Francisca Cabrini. Su caminar “ardientemente
y velozmente” deriva de esta relación directa, sin mediación, con el Espíritu
Santo que purifica, libera de todas las esclavitudes que atan y ralentizan la
acción. Recuerda el “aquí estoy” del hombre bíblico, la respuesta inmediata,
sin cavilaciones, cada vez más urgente y a la vez más difícil en un mundo donde
es tan grande la fuerza del ruido y el caos. Recibe el empuje del amor ardiente
que emana del corazón humano cuando se funde en el corazón divino y se une al
momento eterno donde la obra creadora está siempre actuando.
[1] G. De Luca, Madre Cabrini, La Santa degli Emigranti, Ed. Storia e Letteratura,
Roma, 2000
[2] F. Cabrini, Tra un’onda e l’altra, Roma, Centro Cabriniano, 1980, p. 22
[3] L. Scaraffia, Francesca Cabrini. Tra la terra
e il cielo, Milán 2003, p. 87
[4] F. Cabrini, Pensieri e propositi, p. 143
[5] Itinerario
di spiritualità cabriniana. Scioglietevi e mettete le ali, a cargo de Sor
María Barbagallo, Codogno, 2011, p. 65
[6] Ibidem.
[7] F. Cabrini, Stella del mattino, Roma, Centro Cabriniano, 1987, p. 116, n. 12
[8] F. Cabrini, Pensieri e propositi, p. 142
[9] Ibid., p. 164
[10] F. Cabrini, Tra un’onda e
l’altra, p. 96
[11] Itinerario di spiritualità
cabriniana, p. 66
[12] F. Cabrini, Tra un’onda e
l’altra, p. 229
[13] María Regina Canale, La gloria del Cuore di Gesù nella
spiritualità di Sta. Francesca S. Cabrini, Roma, Centro Cabriniano, 1990,
p. 117
[14] L. Scaraffia, op. cit., p. 16
[15] Sr. M. Regina Canale, op. cit., p. 118
[16] Ibid., p. 121
[17] F. Cabrini, Tra un’onda e
l’altra, p. 97-98
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