Capítulo 2:
“Liberaos y alzad el vuelo”
En el misterio de Dios
Los impedimentos son los gustos y
los placeres inmoderados, las propias ideas cuando se convierten en ídolos, las
ambiciones, el orgullo, que Madre Cabrini llama “la propia excelencia”, los
proyectos propios cuando éstos son incompatibles con el proyecto de Dios, los
afectos desordenados y todo cuanto nos hace egocentristas y narcisistas,
impidiéndonos la apertura a los demás y al Otro. A pesar de que esto pueda
parecer excesivo, trascender las mil tentaciones de las que son objeto nuestros
sentimientos, para respirar el aire de Dios, sus criterios e intereses, es el
ejercicio que nos habilita para el encuentro extraordinario con la santidad de
Dios:
“Amando fuerte y suavemente a mi amado,
huiré siempre del mal, es más, volaré sobre el barro y las miserias de la
tierra sin darme cuenta de pasar por ellas y siempre me encontraré en un camino
luminoso de paz y serenidad”.[1]
Y significa también someterse con
amor a la ley de la disciplina interior:
“Mientras que el alma se mantiene unida a
Dios mediante la observancia perfecta, permanece bajo el dominio de la gracia y
la naturaleza no puede luchar contra ella, salvo cuando se aflojan los nudos de
su consagración. Procuremos no ser indignas de los primeros cristianos, los
cuales se sentían íntimamente persuadidos de que un cristiano tiene que ser una
persona celestial, la cual no vive en la tierra sino por necesidad, siempre
preparada a sacrificar bienes, amigos, parientes, patria, reputación y la vida
misma, cuando los intereses de Dios y de la propia alma, lo requieren; no tiene
que escuchar a seguir los movimientos de la naturaleza corrompida, sino
abandonarse enteramente a la impresión de la gracia, dejándose conducir por el
espíritu de Dios y regirse en todo por los principios sobrenaturales”.[2]
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