Capítulo 2:
“Liberaos y alzad el vuelo”
En el misterio de Dios
Frecuentemente el saludo que
Madre Cabrini ponía al final de sus cartas era:
“El buen Jesús te bendiga y por su Santísimo
nombre, te dé un alto grado de santidad que te haga volar a aquella altura
donde uno se olvida de la tierra y de sus miserias”.[1]
Volar permite también mirar las
cosas de manera más amplia, más objetiva, más general, favorece las condiciones
para discernir mejor los acontecimientos, para resistir las manipulaciones de
la verdad, para no tomar decisiones precipitadas, para explorar las diversas
posibilidades:
“Aprendamos en las dificultades a sobrevolar
instantáneamente un poco más para arriba del techo de nuestras miradas, porque,
más arriba aún, siempre está preparada la gracia, adecuada a cuanto necesitamos
en el desempeño de nuestro oficio y en la práctica de cada virtud y deber”.[2]
Y así describe el alma despegada
de todo el que se encuentra en la privilegiada situación de tener una óptica
nueva:
“... es valiente en las empresas. Firme y
constante en el bien, no la veréis nunca torcer ni a derecha ni a izquierda.
Las alabanzas no la exaltan, las humillaciones no la abaten, las
contradicciones no la aterrorizan, las tempestades no la sumergen. Prudente
como la serpiente, nunca hace caso de las sirenas halagadoras que intentan
perderla. Tiene fino discernimiento, sano juicio, y dondequiera ve siempre
claro y limpio, cumple siempre con su deber que lleva a cabo independientemente
del respeto humano. Se ve claramente que ella sólo se ha fijado en Dios y a Él
solo se entrega con toda el alma y todas las fuerzas”.[3]
Las alas que nos elevan hacia
arriba porque son atraídas por la luz de Dios, son también según Madre Cabrini,
las alas de la “confiada esperanza”. La esperanza es de hecho un estado del
alma que hace posibles cosas aparentemente imposibles. Es una fuerza interior
que nos hace asumir el riesgo en las empresas difíciles, porque nos hace
audaces y valientes en medio de dificultades graves:
“Confiad contra toda esperanza y nunca
seréis confundidas. Repetid a menudo: In te, Domine, esperavi, non confundar en
aeternum (En ti Señor esperé, no quedaré confundido eternamente). Y diciéndolo
de corazón, alargaréis las alas de la esperanza confiada que alegra el
espíritu”.[4]
[1]
Cfr. Epistolario, Vol. 3°, Lett. n. 840
[2]
Cfr. Epistolario, Vol. 2°, Lett. n. 478
[3]
Cfr. La Stella del Mattino, pág. 180
[4]
Cfr. Entre una y otra ola, pág. 70
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