La Hermana
Virginia era una mujer alta, robusta, imponente. Su físico daba cuenta de su
personalidad y su mirada firme, de la calidad de sus decisiones; su voz, de la
autoridad que naturalmente imponía. Sin embargo, había algo en su forma de
caminar, con pasos cortos y muchas veces, arrastrando los pies, que llamaba la
atención a quien podía notarlo. A veces, cuando creía que nadie la miraba,
algún gesto de dolor se traslucía en su rostro. Pero no se detenía.
Inmediatamente, como si se reprendiera a sí misma por dejarse vencer, volvía a
sus cosas con una expresión un poco más adusta.
Así como
su vestimenta era casi siempre la misma tanto en invierno como en verano, lo
que tampoco variaba eran las medias gruesas que usaba sea la estación que
fuere.
Pocas
sabían, si es que durante todos los años de su misión alguien lo supo, que
Virginia tenía llagas en sus piernas y que debajo de las medias, había vendas
que no dejaban traspasar lo que supuraba. Ella misma se hacía curaciones a su
modo por las mañanas, y cuando no conseguía gasa o pedazos de tela, se vendaba
con papel higiénico. Sin dudas, habrá ofrecido el dolor y el silencio. No
quería que nada la detuviera a descansar o hacer reposo para acceder a
curaciones que, con su criterio de entrega, le quitarían tiempo para ir a
socorrer a su gente.
Hubiera
sido muy fácil enumerar todo lo que Virginia consiguió en el barrio a nivel
material. Por supuesto, lo mucho que hizo crecer espiritualmente y en dignidad
a las personas que les fueron confiadas y que amó con entrega incondicional.
Eso es fácil de comprobar: su obra y lo que las Hermanas siguieron haciendo
después de ella, está a la vista. Lo que no estaba a la vista eran sus
propósitos, su lucha personal consigo misma para lograr desde la raíz misma de
su ser, concretar la voluntad de Dios sobre ella con absoluta radicalidad.
A finales
de los años 80, el físico la traiciona. Sus piernas no resisten y ya no lo
puede disimular. Por algún tiempo, acompañada por Madre Marta, va a un médico
que le practica unas curaciones y le pone una especie de yeso para proteger las
pústulas. Este tipo de llagas producidas por insuficiencia venosa es muy lento
de curar y requiere mucho cuidado. Virginia no puso su salud antes que su
misión, pero finalmente, ya no pudo.
Pasó por
varias internaciones hasta que se descubrió que la falta de atención adecuada
había provocado una infección generalizada. Con tan solo 78 años, quizás al
verse descubierta en su cruz secreta, o tal vez viendo claramente que ya no
podría seguir con su incansable misionero espíritu, se entregó.
El 12 de agosto
de 1991 falleció dejando un profundo vacío en los corazones de tantos hijos
espirituales.
Cincuenta
y cuatro años de vida consagrada en el Instituto, más de treinta en la misión
de Villa Amelia imprimieron un sello indeleble en la vida de la Provincia
Argentina, en el corazón de las Hermanas y de quienes la conocieron.
Su cuerpo
fue llevado a la Escuela Cabrini en el barrio, el 14 de agosto, dos días
después que partiera hacia la Casa del Señor. Allí, la multitud devolvió con
llanto, pero también con flores, plegarias y aplausos todo el celo que ella
había puesto en esa tierra.
Su entrega
fue indudablemente plena y por qué no, incomprendida muchas veces. De lo que no
hay duda, es que la promesa evangélica se ha cumplido abundantemente en ella:
"DIOS, QUE VE EN LO SECRETO, TE RECOMPENSARÁ".
“Tú lo sabes, yo los amo con amor de predilección como Tú los amaste. Por eso procuraré, en la misión de Villa Amelia, evangelizar a los pobres tratando de buscar y llegar a los más marginados, necesitados de cariño, de consuelo, de ánimo y de guía”.
Hna.
Virginia Squeri MSC
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