PREFACIO de "Pensamientos y Propósitos" (3ª Parte)
Me parece evidente, aunque a alguno le pueda sorprender,
que el carisma de la Madre Cabrini fue antes que nada un carisma de
contemplación, un carisma que no puede y no quiere disminuir la contemplación.
Un carisma que para ser heredado, para ser vivido tal como
el Espíritu llama a tantas mujeres a heredarlo en el Instituto de Misioneras
del Sagrado Corazón de Jesús, tiene necesidad de ser contenido y participado en
su alma. No se puede trasplantar un árbol sin trasplantar la raíz. En un primer
momento parecerá que todo va bien, pero muy pronto la planta comenzará a
secarse, hasta que muere. Quien mira superficialmente no se dará cuenta del
porqué; a quien cave un poco la tierra se le revelará el misterio: no tenía
raíces.
Pero también es carisma de caridad y de promoción humana, y
lo es precisamente por ser carisma de contemplación. Para quien se pregunta por
qué se dedicó sobre todo a los emigrados, es decir, a quienes en aquel momento
experimentaban de modo pesado la marginación, la respuesta es clarísima: porque
a ello la llevaba la experiencia íntima de la inmensidad y la delicadeza del
amor de Cristo hacia todos, pero en particular hacia los que más sufren; se lo
pedía este amor, invitándola a compartirlo, a ponerse a su servicio.
En los emigrantes veía, más vivas y dolorosas que nunca,
las heridas ocasionadas en el hombre por el pecado.
Compartir la marginación es acaso una de las cosas más
onerosas. Hay muchos modos de compartir la marginación: invitar a la rebelión,
hacer demagogia, hacer tomar conciencia de que se es víctima de una injusticia,
etc.; el modo que ella eligió fue el de hacer crecer al hombre, hacer del
marginado un hombre, un hombre de tal modo hombre que ayude a los demás a ser
más hombres (Constituciones, 16).
Le amaba, daba la vida por él, hacía del marginado el
centro del amor y del servicio propios.
Por esto llevó a los marginados la fe, y con la fe, la
conciencia de su verdadera dignidad y el amor por todos los demás hombres; la
cultura, la instrucción, la ayuda para insertarse en nuevos ambientes y
permitir a su humanidad que se realice; el afecto y la ayuda adecuada en la
miseria y en la enfermedad.
Con estos caminos expresó al marginado que sufría el respeto
a que todo hombre tiene derecho. De aquí la catequesis, las escuelas, los
hospitales.
Nos dejó una herencia comprometida. Las grandes herencias
son así.
Comprometida para sus Hijas, llamadas a llevar a la Iglesia
una palabra particular que dé luz y fuerza a todos los cristianos para vivir la
admirable síntesis entre
contemplación y acción; comprometida para la Iglesia, llamada a atesorar, por
su propia vida, este signo que el Señor quiso suscitar en ella.
No podemos dejar de preguntarnos por qué, precisamente a
comienzos de este siglo, el Señor deseó decir esta palabra de síntesis en la
historia de la Iglesia y del mundo, por medio de un carisma tan preciso.
Indudablemente, el propio amor en la historia es el signo que Dios quiere hacer
siempre visible.
De hecho, el Señor no llamó a Madre Cabrini, una mujer
generosa, para que diera su amor sólo a Dios Padre y a los hermanos, sino que
le pidió que fuera la presencia del mismo amor del Corazón de Cristo por el
Padre y los hermanos.
Se muestra muy consciente el Instituto de Misioneras del
Sagrado Corazón de Jesús cuando en las Constituciones escribe que la Misionera
es llamada a “compartir las disposiciones de ánimo y las actitudes de Jesús”
(Const. 3), a “identificarse con Jesús” (Const. 4), a participar en la
“amplitud del Corazón divino” (Const. 3).
Para vivir este designio divino es esencial acoger en la
propia vida la “presencia viva y personal de Cristo” que ama (Const. 4), tal
como se expresa de modo excelso en la Eucaristía, “centro de la vida”. Es a los
pies del Sagrario donde la Madre Cabrini pide al Corazón de Jesús que la
instruya sobre esa “amante sabiduría” que se manifiesta “en el misterio de la
Eucaristía”, para que pueda narrarla “a todas las gentes” (carta de junio de
1895).
Compartir el amor del Corazón de Cristo significa, además,
y la Madre Cabrini lo capta con claridad, compartir con Cristo la obediencia de
la Cruz, que repara la desobediencia del pecado y cura los sufrimientos morales
y materiales que de ahí brotan.
“La religiosa ferviente persevera en la cruz, y aun cuando
pudiese descargarse de ese peso tan duro a la naturaleza inmortificada, no lo
querría”, porque “padecer es un tesoro oculto que el Corazón de Jesús revela a
las almas humildes en Él píamente abandonadas”.
La Cruz que la Madre Cabrini lleva e invita a sus
Misioneras a llevar es la imagen de la Cruz de Cristo. En ella participa de Su
expoliación, aceptando que el Señor la afija “casi siempre en aquellas cosas de
las que yo esperaba y me parecía justo esperar consuelo”. En ella participa en
el sufrimiento moral de Cristo, reparando “el Corazón Sacratísimo de Jesús,
traspasado de tantas espinas agudas como numerosos son los pecados de los
hombres”; con ella echa sobre sus espaldas el peso de los destrozos causados
por el pecado, imitando así más de cerca a Jesucristo con un “gran celo por la
juventud, los pobres y los pecadores”; con ella, sobre todo, proclama, cueste
lo que cueste, la fidelidad del Señor, el abandono en su amor misericordioso,
la confianza plena en Él: “El demonio me pone ante espantosas dificultades,
fastidios, desgracias, aflicciones, etc., pero ¿qué temeré?... Apoyada en mi
Amado, ninguna adversidad podrá hacerme desistir”.
Desde el principio, y todavía hoy, el Señor quiso que la
riqueza de esta herencia se difundiese por el mundo por dos caminos
complementarios: el de la acción directa, en contacto sobre todo con los
emigrantes más pobres, llevándoles la fe, la cultura y la asistencia, y el de
la dedicación a la educación cristiana de las familias y, en particular, de los
jóvenes, para transmitirles la fuerza del amor del Corazón de Cristo.
La Madre Cabrini se mueve en estos dos frentes con el mismo
empeño, porque sabe que construir la Iglesia es construir la caridad y
“restaurar el mundo en Cristo” (carta de mayo de 1904).
Doy las gracias a la Madre General, sor Regina Casey, por
haberme invitado cortésmente, como antiguo alumno de una escuela de la Madre
Cabrini, a escribir este prefacio, pese a que considere muy comprometido
“presentar” a una Santa. Una Santa la presenta Dios, que cumple en ella las
obras que la presentan. Es la luz de su Espíritu lo que hace comprender el
mensaje a todos los hombres que se prestan a escucharlo. Pero, al mismo tiempo,
la invitación fue para mí motivo de alegría y gratitud, porque me ha permitido
participar, en mi pequeñez, en la proclamación de las maravillas que el Señor,
en la abundancia de su Corazón misericordioso, obró en ésta su criatura,
nutriéndonos a todos nosotros.
Mayo de 1982, “mes de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de
Jesús”.
Giulio Salimei
Obispo auxiliar de Roma
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