Hna. María Barbagallo, Levantaos y alzad el vuelo
Codogno 2018
Capítulo 1:
“Levantar un templo en el propio corazón”
El camino de la interioridad
***
Al “descanso” va unido el sentido de
reposo que ayuda a servir mejor a Dios y que corresponde a lo que dice Jesús en
el Evangelio: “Venid a mí, todos vosotros, cuando estéis cansados y
agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28).
“Si yo me
ocupo sólo de las cosas externas, por buenas y santas que sean, seré débil y
enfermiza, con riesgo de perderme si me falta el sueño de la oración y si no
intento descansar y dormir tranquilamente en el Corazón de mi amado Jesús”[1].
Y está unido también a la recuperación de
energía para seguir luchando.
“Confiad
mucho en Dios, meteos en el Corazón Santísimo de Jesús y allí reposad
tranquilas vuestro espíritu mientras os ocupáis de los intereses y veréis como
todo acabará bien”[2].
En la interioridad está también
el secreto que logra el equilibrio entre el ser y el hacer, entre el programar
y el actuar, entre el decir y el escuchar, unificando, una vez más, toda la
existencia en un movimiento veloz pero lejos de la ansiedad y de la agitación
que destruye:
“Tú piensa
en Jesús y Jesús pensará en ti, después haz todo con calma, calidez, entusiasmo
y valor, pero siempre tranquila y serena”[3].
Se trata de un camino de fe que supone también un camino de madurez humana,
una cierta capacidad de introspección, o sea, una habilidad en el comprenderse
a sí mismo y a los demás a la luz de la reflexión, del sentido común, de la
discreción que poco a poco se convierte en sabiduría según la plegaria de
Salomón: “porque el más perfecto entre los hombres, sin tu sabiduría, sería
estimado en nada” (Sab 9,6). La madurez dispone a la persona a la
trascendencia, hasta el punto de poder abrir libremente la puerta del propio
corazón para acoger el Reino de Dios. Por tanto, la luz es la experiencia del
discernimiento de la cual viene dotada la persona por la gracia del Espíritu
Santo. De hecho, en el Espíritu se puede aprender a vivir según los criterios
de Dios y con las actitudes habituales que revelan los frutos del Espíritu: “amor, alegría, paciencia, benevolencia,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22), mientras el
vivir en la superficie de sí mismo, presa de sus emociones, fragmentada
internamente, confiando a la precariedad del momento las propias reacciones,
hiere tanto a la persona que la hace inadecuada para cualquier responsabilidad.
Porque es el Espíritu Santo el que…
“… dirige
nuestro espíritu y nos ilumina en el camino recto”[4].
También, porque:
“… cuando
nosotras empezamos a conocernos a nosotras mismas es una gracia tan grande que
no podremos nunca agradecérselo bastante al buen Jesús, siendo aquella un rayo
de su Divino Corazón…”[5]
***
[1] Cfr. Pensamientos y Propósitos, pág. 162
[2] Cfr. Epistolario, Vol. 2°, Lett. n. 663
[3] Cfr. Epistolario, Vol. 3°, Lett. n. 800
[4] Cfr. Pensamientos y Propósitos, pág. 77
[5] Cfr. Epistolario, Vol. 2º, Lett. n. 597…
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