EN EL RETIRO DE LAS HERMANAS DE
NUEVA YORK
Desde Navidad 1894 a primero del
año 1895 (Parte 4)
Como yo soy una pobre nada, capaz sólo de hacer el mal y de echar a
perder las obras de Dios, trataré de anonadarme a menudo con profundas
humillaciones (verdad) y de sumergirme en el océano sagrado del Amor Divino
para luego obrar o, por mejor decir, dejar obrar a Él mismo en mí y conmigo, poniendo
toda la pasión que El me dé para promover los intereses de su gloria.
No saldré nunca de campaña sin hacerme acompañar de mi fuerte cruzada:
mis Patronos y las 42 reliquias que llevo conmigo. Estas siempre delante y yo
detrás de ellas. El primer movimiento será siempre de la cruzada. Los fracasos,
las humillaciones, los escarnios, el deshonor, el oprobio, todo esto se debe a
mí. La discípula no es más que su Divino Maestro. Demasiado apremia la Pasión
de Jesús para poder resistir a ella. Oh Jesús…, Jesús…, Jesús-amor, Jesús…, haz
que yo aprenda un poco a seguirte de cerca.
Cuando Jesús entró triunfalmente en Jerusalén, muchas personas buenas
habían hecho preparar una comida con el deseo de invitarle a su casa, pero
luego por respeto humano, por temor a los escribas, que miraban mal al que
honraba a Jesús, lo dejaron solo y sin comer. Pobre Jesús, yo no soy digna,
pero quiero que vengáis a comer a mi casa. Ponedme la mano sobre la cabeza y
enriquecedme con vuestras gracias para que pueda haceros un buen recibimiento.
En la mesa permitidme que me ponga en el puesto de confianza, a vuestra
izquierda, para que pueda serviros bien y haceros servir en todo, y al mismo
tiempo dejad que repose un momento la cabeza sobre vuestro corazón para
entender los secretos celestiales que en él se encierran y escuchar con claridad
todo aquello que Vos deseáis de mí, con el impulso fervoroso para practicar
bien todo, porque no quiero haceros esperar más a la puerta de mi corazón.
A medida que creamos con viva fe la palabra y los misterios de Jesucristo,
se nos dará la inteligencia de las cosas celestiales, inteligencia que se
otorga con gran exuberancia a la fe, como, al contrario, la misma inteligencia
se niega a la incredulidad.
El que recibe con fe la palabra de Dios, y con la fe la cultiva, tendrá
nuevos incrementos de inteligencia; al que no tiene fe, en cambio, se le quitará
aún la inteligencia natural y quedará en esa terrible ceguera en la que una vez
caído, el pecador apenas sabe hacer uso de las facultades naturales para su
salvación.
Pero la Misionera del Sagrado Corazón no debe desanimarse cuando no ve
fructificar sensiblemente la semilla celestial, porque su efecto muchas veces
no es conocido más que por Dios.
Viendo luego el efecto bueno y el fruto del
propio esfuerzo, evite la Misionera atribuirse a sí misma o a la propia virtud
el fruto de la semilla divina, recordando lo que dice el apóstol San Pablo: Ni
el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer.
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